PARA
NO SER LOS MISMOS
Trato de falsear la realidad con objeto de hacerla más cierta.
Juan Vicente
Melo
Adriana
está cautiva, buscando algo improbable en el vacío, revistiéndolo de formas, de
una tez, de manos largas…Lo sabes, Adriana, la búsqueda te llevará a encontrar
algo todo el tiempo, aunque ese algo seas tú misma, rebotada frente a un muro traslucido de imposibilidad
que envuelve con ternura a las personas.
Él ya no la ve, ésa es la verdad. Adriana suspira, soy capaz de visualizar su
suspiro (una esencia gris, mitad viento, mitad agua), imaginar el camino que
sigue desde el vientre constreñido hasta la sedosidad de los labios
entreabiertos. A veces estoy convencido de ver la melancolía de Adriana, de
hacerla corpórea con mi mirada, así como ella mira en el aire el cuerpo de
Jaime.
La
música en vano matiza el silencio, Adriana, ella, tú ¿No la escuchas,
verdad? Tomo otro trago, de manera
mecánica, ya ni siquiera pienso en que quiero estar más ebrio y en que quisiera
soltarlo todo y largarme, no quedarme dormido, salir de su casa, tu casa,
caminar y caminar, gastarme los pies, sentir que se evapora mi memoria y la
otra memoria que no he sabido parar, porque ella está allí, en esa memoria,
pero no está aquí… Y no estará aquí aunque vague en esta inmensa sombra que de repente nos vuelve
los mismos (desinhibidos, de sonrisas largas y con una conversación vertical,
efervescente, abrigada por un lugar común)
pero otros de los que hemos sido a la luz del día (amigos íntimos del
silencio)… Y aunque llegue hasta la costa y escuche el mar, un mar que no
conozco pero extraño, uno en donde solías bañarte entre noctilucas, aun así, no
aparecerá ella; ella es una mentira, pero es también esta verdad que me desangra
y me cala en las plantas de los pies. Pero eso también es mentira, quizá
saldría a caminar para creer que, en verdad, se me está acabando algo; para que
algo sea verdad, al menos. No estamos en tu casa, estamos en mi habitación de
estudiante fuereño, que ha venido desde
una tierra seca y de viento hasta este lugar de mar y vegetación. En realidad,
yo había puesto la música para distraerte. No me avisaste que vendrías, ¿será
porque te he dejado entrar a todas partes? He abierto cada puerta, incluso la más
oculta para ti, sin que me lo pidieras y ahora has perdido conmigo ese gesto
propio de extraños.
No
quiero creer que somos extraños, lo único extraño es esta situación: estar
sentado en mi cama, tú en una esquina, no dejar de mirarte, no haber dejado de
hacerlo desde hace tantas noches en las que te he seguido recomenzando el
ritual para no ser los mismos que salieron de una casa y se entregaron a las
calles: bebemos a pico de botella la cicuta para matarnos el tiempo que nos
acartona la piel, matar los recuerdos, los gestos, matarnos llanamente y ya no
ser uno y uno, sino cero, nada.
No
lo creerás, pero, a veces llega a mí una memoria venida de no sé dónde, me
acosan recuerdos calcados en no sé qué ciudad muy similar a ésta, una que
parece palpitar y desplazarse internamente entre los edificios y las calles, una
en la que me atrevo a mirarte largamente, con los ojos tibios, sin querer
reflejar la ciudad porque entonces esto ya no sería secreto, sólo reflejando
tus ojos, conformando un segundo vacío, como
el del espejo que mira a otro espejo para contemplar una íntima figura de
colores y líneas profundos. Allí deslizaría mi mano por tu espalda, y removería
tu piel, como si corriera una cortina tersa, me asomaría hasta el fondo de ti para
encontrar una Adriana formada de luz, un cuerpo luminoso del alma, todavía más
frágil que aquél que caería sobre mis pies. De alguna manera, entendería que,
en el fondo, ella es un cuerpo que no sabría cómo tocar, pero yo sería dichoso
por haberlo encontrado en ti, por saber que existe más allá de mi memoria que
recuerda lo que no ha pasado todavía, o lo que parece que ha sucedido en un
pliegue aislado del tiempo. Pero no es así. Nada de aquello está sucediendo, en
realidad, estás sentada en mi cama, fumamos un cigarro con sabor a vainilla que
trajiste de otro país de verdor (tú que pareces ser embajadora de lo más
primigenio y sueñas con ser un árbol), me hablas del lugar donde conseguiste el
cigarro, te digo que no sé nada de Cuetzalan, me dices que su nombre está hecho
de aves, guardas silencio y en tu silencio pesa algún recuerdo que no conozco
ni conoceré porque ya no puedes hablar de Jaime, sólo llorar. No me alegra estar consciente de que sólo has
venido a mi casa trayendo cerveza,
cigarros, tu cuerpo y a ella para llorar por Jaime, para darme la espalda
mientras fumas y te ves terriblemente sola y libre. Nunca quisiste admitir que
lo querías, porque ese tipo de sentimientos no eran para ti, me lo habías dicho
aquella vez mientras caminábamos ya cansados y mareados saliendo de la
Mezcalina; una extraña te había besado,
tú probabas el sabor entre amargo y con gusto a sudor que te había dejado en la
boca, yo miraba tu lengua remojando tus labios, comenzaste a reír, te pareció
muy chistosa la chica e incluso quisiste que te besara otra vez: algunos se
quieren tanto y se preocupan tanto por sí mismos que van a arrodillarse frente
a otros, me dijiste, y me di cuenta que en tus palabras había un acento de
desprecio, y aunque no lo habías dicho, entendí que para ti yo no te quería,
sólo me quería tanto a mí, me compadecía tanto por mí que por eso te buscaba.
Lo cierto es que tú nunca te darías golpes de pecho por alguien, sólo llorarías
conmigo que sería nadie en tu vida y la de los demás al cabo de unos meses, que
ya soy nadie ahora, en este preciso instante, sentado en la cama, escuchando
música, viéndote. Había veces en las que parecías quererme. Porque era nadie, a
veces pasaba que por descuido me querías. Porque era nadie no querías que te
definiera ni viniera con mis pequeños valores a negarte la botella, a negarte
el dinero para probar un ácido que comprarías con Raimundo, tu vecino que
parecía el habitante de una pecera olvidada y pantanosa, pero algo de verdad había
para ti en lo sucio de su alma. Porque era nadie, no podía ser un extraño pero
tampoco podía ser alguien para mirarte el corazón desde dentro y tantear tu
sangre lo mismo que el agua del río donde ligeramente toqué tu hombro y sentí
vibrar a Adriana por primera vez, donde tú también la sentiste y te alejaste
con recelo. Ella crecía como crecían casi todas las flores en Xalapa:
invadiendo el espacio, negándose a ser parte sólo de un jardín o crecer
arrimadas las unas con las otras. Nadie notaba esta invasión, estos eventos
sólo importan hasta que nos ahogan de pronto, luego de haberse acumulado
largamente. De la misma manera fue que me besaste aquella noche. Tu boca sabía
a cerveza, habíamos comenzado a tomar con los amigos de tu pueblo, eran días santos.
Dos noches antes, conversamos en el autobús, y dormimos abrazados hasta que
llegamos a una tierra caliente pese al abandono del sol. Tú dijiste: El clima
es así por las petroleras, cuando es de día es peor. Tomamos un taxi para ir a
un lugar que sólo tú sabías cuál era. Bajamos del taxi con las maletas y
caminamos por un terreno de autobuses oxidados y viejos, el aire se sentía
tibio y oscuro, dueño de una muerte
anquilosada y antigua. Compramos arroz con leche antes de tomar el autobús para
viajar al lugar donde naciste. No hacía frío, pero queríamos tener en la boca otro
sabor que no fuera el de ese calor enrarecido.
Porque
queríamos tener otro sabor en la boca, no sólo el sabor a cerveza acostumbrado,
incluso ya agotado, sin novedad para nosotros. Quizá por eso nos besamos, pero
esto es mentira. Es mentira que me besaste, en realidad sólo era yo y mi deseo
rebotándome en la cara. Reíste. Me quedó claro que era el principal conductor
de mi deseo, que no estaba hablando de ti, sino de mí enloquecido por ti.
―Tranquilo,
Ricardo, sólo es un juego.-y tus amigos continuaron las risas. Era una reunión
extraña, como lo eran todas: una suma de soledades que olvidaban sus bordes
para saberse pendejos un rato y estar bien con eso, con estar pendejos.
Me
había quedado mirándote a los ojos luego de que nos había tocado nuestro turno
en el juego, tenía que darte un beso, no ponerme en evidencia. Algún ácido
extraño se soltó en mi cabeza cuando oí sus gritos, era un sentimiento de
ridículo tan intenso que no lo soportaba. Tú soltaste un ruidito y estabas a
punto de reírte; no, no fue así, estabas a punto de amenazarla a ella, que era
luz y que creció de la nada como las flores en Xalapa. Reíste para matarla.
Ahora lo sé, aunque en ese momento sólo podía sentirme estúpido.
Me
siento igual que entonces mientras tomas sin hacer ruido en mi cama y haces
figuras con el humo, pareciera que ya nada importa porque Jaime murió y yo me
iré mañana, y no importa incluso si hacemos algo ahora o si los dos
permanecemos inmóviles mientras el disco que puse se reproduce anónimamente. Esa
vez no supe si me besaste o no, esa es la verdad. No fui capaz de sentir nada
luego del dolor que me produjo tu risa, y aunque rieras más y me dijeras que
era absurdo dolerse por eso, quién sabe del dolor de los otros, si todos
estamos desollados, y aunque lloré un poco, incluso, tú no lo dijiste pero
seguro lo pensaste: no era porque te amase, sino porque me amaba. Porque te
amabas también fue que no soportaste que muriera Jaime. Yo no supe nada de
Jaime, para cuando llegué de él quedaba un nombre y nada más. Un nombre que no
bastaba para nombrar tu soledad. Un nombre que pesa aunque no sepa nada de él
ni jamás vaya a saber. Ahora te levantarás, apagarás el estéreo, y te marcharás
sin despedirte de mí, que tomaré un autobús con destino a la capital del país
en unas horas. Probablemente me digas que, aunque vuelva, no habrá otro Xalapa tan
lleno de noches con los ojos abiertos ni habrá otra Adriana de luz. Es verdad.
También es verdad que ella, la Adriana de luz, no me ve ni me verá jamás.
Finalmente, te levantas, apagas el estéreo, te acercas a mí, me abrazas y me
dices un adiós tan convencional que hiere, recuerdo otra vez que soy nadie.
Sales sin decir nada más, lo único que queda es el olor a vainilla. Me digo que
volveré, aunque ya no te encuentre, pero sé que es mentira.