domingo, 13 de septiembre de 2020

CARTA ABIERTA por Arely Jiménez

Caroline Mackintosh 


Para ORT

Dedicado a Cesar Cossio


Hace frío y es de noche.

No sé si ahora el insomnio amenaza
o se trata de ideas oscuras

que flotan en el ocio
y muerden como verdades.
Tal vez sea que alguien abrió una puerta.

Por eso hace frío. 
O tal vez sea esta necesidad de recortarnos    
partir el tiempo y decir hace frío, hace calor
por no decir: duele

por no decir: no lo sé.

No lo sé.

¿Recuerdas cuando soñaste que nadábamos?

En el papel hay agua, arena y una canción.  
Estás cantando algo y mientras cantas,

bailas como imitando las olas. 
Una tortuga que nada distraída a tus pies,

luego se pierde en una hondura que no comprendemos, pero nos cautiva. 
Lo que flota allá lejos son los dos hombres que vi ahogarse 
la primera vez que vine.

Entonces, el mundo fue una mirada larga

que diseccionaba un grito,

hasta obtener una respuesta groseramente obvia.

Pero, debo decírtelo, para eso sirve el mar

para sabernos obvios. 
El agua no nos permite comprender su mecanismo  
y nos reconocemos como fetos, protozoarios o un pañuelo, 
como algo pequeñito y ligero en el oleaje
porque sólo flotamos, ¿sabes?

No entramos con calma a la vida.

De algún modo, tú siempre lo has sabido.

Hace frío y también hace hambre.

Del papel brotó un árbol y escribo con ligereza

la palabra sombra para invocar la tarde.

Tal vez porque pronto anochecerá.

O porque se ha ido el mar.  
Por eso el hambre.

Porque se me acaban las palabras.

Ya no sé si el hambre es la forma más íntima del grito
o el grito lo es del hambre.

 

Ninguna palabra ha saciado un estómago.

Mucho menos palabras como éstas: 
palabras que hablan de palabras

que presentan palabras

que pretenden ser objetos

el mar, un árbol.

Ningún papel merece estos ecos.
Por eso no talaré el árbol que ha crecido en la hoja,

Por eso no invocaré ahora tu voz

pero sí tus manos

para abrir un surco en esta tierra blanca.

Vamos a sembrar flores y no haremos ramos con ellas.

¿Recuerdas cuando fuimos al mercado y me regañaste

por haber comprado ese crisantemo?

Dijiste: Si la flor recién cortada pudiera mirarse

no sabría si llorar conmovida por su belleza

o por su muerte.

He dibujado, sin darme cuenta,

la ciudad en la que vivimos juntos un tiempo.

Aquella ciudad en la que la nube

y la lluvia germinaban míticas arquitecturas de niebla,

donde una poeta vio suspirar a dios.

Escucha. Ahora llueve. 
La lluvia disimula nuestra tristeza,

nos mira tristemente: 
en el fondo quiere ser abrazada,

tener en el vientre árboles y niños que salpican la acera.

Pero apenas soporta el movimiento de hombres grises y sabios. 
Es necesario decirlo: de nada vale saber esto.

Saber que hay un minotauro escondido en mi cuerpo, 
escondido en la ciudad;

buscarlo es encontrarse:

Yo también he embarrado  mi mano con la sangre de otros
y me he calentado con ella el corazón.
He sido una piedra: 
he dejado estallar a los que amo sin reunir sus partes.
He pasado impunemente frente a las mujeres que gritan

y el niño que llora.

También he sido una larga mirada sin voz, 
una soledad ciega y azul que camina por las calles,
celosa de su llanto

hambrienta de ternura.
Me he salvado, lo confieso.

Pero sé que en el fondo
conjuramos la dulzura como un amuleto
y no tenemos a quien preguntarle

pero aun así preguntamos
en silencio:

¿Soy bueno?

Te digo esto con la boca partida

Te digo esto a ladridos.

Porque es necesario.
Pero no sólo será rabia.

No todo será inyectar de anquilosado odio.
No, señalar la luz, no.       Tampoco morder la luz, 
tampoco derramarla sobre las sombras. 
No iluminaremos a nadie.

Trabajaremos         con sangre       con pan     con tierra     con el otro:

con esa patria olvidada del prójimo.

En esta hoja la crueldad  palpita tiernamente 
y duerme la bondad como un niño que se arropa
con la manta de tus manos.
Dame tus manos, otra vez.

Aquí está oscuro. 
Es de noche y llueve.

Tal vez porque estoy llorando.

Porque sonrío.

Porque el papel ya se acaba

porque mis dedos están helados.

Miro las flores en la hoja: están brillando.
las personas congeladas en el mercado,

el crisantemo que compré sólo para admirar su muerte,

los callejones y la niebla de nuestra ciudad, 
incluso la espuma en la boca y los orificios nasales de los ahogados brilla.

Todo brilla pacíficamente.

Ser luz: brillar, apagarnos.

Nadie muere. Lo sabes. 
Morir es otra manera de estar vivos.


domingo, 5 de julio de 2020

El vacío brilla






Siempre me pregunté cómo sería este día

Acaricié con las yemas de mis dedos los nervios de tus manos

Me gustaba pensarte como un árbol

Ahora te veré en cada uno de ellos y tal vez sonría

En el vacío está la luz, pienso

Vuelvo a la soledad como quien alquila una casa nueva 

El piso refleja la luz del sol

El vacío brilla

Y una se emociona 

Y piensa en las plantas, los muebles, algún cuadro

Quiero guardar en este poema tu mano

La que tomé tantas veces en una camilla de hospital

Quiero guardar en este poema

Tus ojos 

Pero sobre todo tu mano

A la que me aferré cuando el líquido dializante

Se abría paso por mi cuerpo 

Tibia y dolorosamente

La mano que tomé antes de entrar al quirófano

Creo que quisiste llorar, dijiste muchas cosas

Pero no adiós

No tenemos lenguaje para los finales

El final no necesita palabras

Porque las palabras son puentes

Son excusas

Te sostienen cuando tienes un pie dentro de la muerte

Si no lo sabré yo

Y porque yo lo sabía perfectamente

Solo te besé

Y te dije gracias.

miércoles, 22 de abril de 2020

Para no ser los mismos de Arely Jiménez




PARA NO SER LOS MISMOS

Trato de falsear la realidad con objeto de hacerla más cierta.
Juan Vicente Melo
Adriana está cautiva, buscando algo improbable en el vacío, revistiéndolo de formas, de una tez, de manos largas…Lo sabes, Adriana, la búsqueda te llevará a encontrar algo todo el tiempo, aunque ese algo seas tú misma, rebotada  frente a un muro traslucido de imposibilidad que envuelve con ternura  a las personas. Él ya no la ve, ésa es la verdad. Adriana suspira, soy capaz de visualizar su suspiro (una esencia gris, mitad viento, mitad agua), imaginar el camino que sigue desde el vientre constreñido hasta la sedosidad de los labios entreabiertos. A veces estoy convencido de ver la melancolía de Adriana, de hacerla corpórea con mi mirada, así como ella mira en el aire el cuerpo de Jaime.
La música en vano matiza el silencio, Adriana, ella, tú ¿No la escuchas, verdad?  Tomo otro trago, de manera mecánica, ya ni siquiera pienso en que quiero estar más ebrio y en que quisiera soltarlo todo y largarme, no quedarme dormido, salir de su casa, tu casa, caminar y caminar, gastarme los pies, sentir que se evapora mi memoria y la otra memoria que no he sabido parar, porque ella está allí, en esa memoria, pero no está aquí… Y no estará aquí aunque vague en  esta inmensa sombra que de repente nos vuelve los mismos (desinhibidos, de sonrisas largas y con una conversación vertical, efervescente, abrigada por un lugar común)  pero otros de los que hemos sido a la luz del día (amigos íntimos del silencio)… Y aunque llegue hasta la costa y escuche el mar, un mar que no conozco pero extraño, uno en donde solías bañarte entre noctilucas, aun así, no aparecerá ella; ella es una mentira, pero es también esta verdad que me desangra y me cala en las plantas de los pies. Pero eso también es mentira, quizá saldría a caminar para creer que, en verdad, se me está acabando algo; para que algo sea verdad, al menos. No estamos en tu casa, estamos en mi habitación de estudiante fuereño,  que ha venido desde una tierra seca y de viento hasta este lugar de mar y vegetación. En realidad, yo había puesto la música para distraerte. No me avisaste que vendrías, ¿será porque te he dejado entrar a todas partes? He abierto cada puerta, incluso la más oculta para ti, sin que me lo pidieras y ahora has perdido conmigo ese gesto propio de extraños.
No quiero creer que somos extraños, lo único extraño es esta situación: estar sentado en mi cama, tú en una esquina, no dejar de mirarte, no haber dejado de hacerlo desde hace tantas noches en las que te he seguido recomenzando el ritual para no ser los mismos que salieron de una casa y se entregaron a las calles: bebemos a pico de botella la cicuta para matarnos el tiempo que nos acartona la piel, matar los recuerdos, los gestos, matarnos llanamente y ya no ser uno y uno, sino cero, nada.
No lo creerás, pero, a veces llega a mí una memoria venida de no sé dónde, me acosan recuerdos calcados en no sé qué ciudad muy similar a ésta, una que parece palpitar y desplazarse internamente entre los edificios y las calles, una en la que me atrevo a mirarte largamente, con los ojos tibios, sin querer reflejar la ciudad porque entonces esto ya no sería secreto, sólo reflejando tus ojos, conformando un segundo vacío,  como el del espejo que mira a otro espejo para contemplar una íntima figura de colores y líneas profundos. Allí deslizaría mi mano por tu espalda, y removería tu piel, como si corriera una cortina tersa,  me asomaría hasta el fondo de ti para encontrar una Adriana formada de luz, un cuerpo luminoso del alma, todavía más frágil que aquél que caería sobre mis pies. De alguna manera, entendería que, en el fondo, ella es un cuerpo que no sabría cómo tocar, pero yo sería dichoso por haberlo encontrado en ti, por saber que existe más allá de mi memoria que recuerda lo que no ha pasado todavía, o lo que parece que ha sucedido en un pliegue aislado del tiempo. Pero no es así. Nada de aquello está sucediendo, en realidad, estás sentada en mi cama, fumamos un cigarro con sabor a vainilla que trajiste de otro país de verdor (tú que pareces ser embajadora de lo más primigenio y sueñas con ser un árbol), me hablas del lugar donde conseguiste el cigarro, te digo que no sé nada de Cuetzalan, me dices que su nombre está hecho de aves, guardas silencio y en tu silencio pesa algún recuerdo que no conozco ni conoceré porque ya no puedes hablar de Jaime, sólo llorar.  No me alegra estar consciente de que sólo has venido a mi casa trayendo cerveza,  cigarros,  tu cuerpo y a ella  para llorar por Jaime, para darme la espalda mientras fumas y te ves terriblemente sola y libre. Nunca quisiste admitir que lo querías, porque ese tipo de sentimientos no eran para ti, me lo habías dicho aquella vez mientras caminábamos ya cansados y mareados saliendo de la Mezcalina;  una extraña te había besado, tú probabas el sabor entre amargo y con gusto a sudor que te había dejado en la boca, yo miraba tu lengua remojando tus labios, comenzaste a reír, te pareció muy chistosa la chica e incluso quisiste que te besara otra vez: algunos se quieren tanto y se preocupan tanto por sí mismos que van a arrodillarse frente a otros, me dijiste, y me di cuenta que en tus palabras había un acento de desprecio, y aunque no lo habías dicho, entendí que para ti yo no te quería, sólo me quería tanto a mí, me compadecía tanto por mí que por eso te buscaba. Lo cierto es que tú nunca te darías golpes de pecho por alguien, sólo llorarías conmigo que sería nadie en tu vida y la de los demás al cabo de unos meses, que ya soy nadie ahora, en este preciso instante, sentado en la cama, escuchando música, viéndote. Había veces en las que parecías quererme. Porque era nadie, a veces pasaba que por descuido me querías. Porque era nadie no querías que te definiera ni viniera con mis pequeños valores a negarte la botella, a negarte el dinero para probar un ácido que comprarías con Raimundo, tu vecino que parecía el habitante de una pecera olvidada y pantanosa, pero algo de verdad había para ti en lo sucio de su alma. Porque era nadie, no podía ser un extraño pero tampoco podía ser alguien para mirarte el corazón desde dentro y tantear tu sangre lo mismo que el agua del río donde ligeramente toqué tu hombro y sentí vibrar a Adriana por primera vez, donde tú también la sentiste y te alejaste con recelo. Ella crecía como crecían casi todas las flores en Xalapa: invadiendo el espacio, negándose a ser parte sólo de un jardín o crecer arrimadas las unas con las otras. Nadie notaba esta invasión, estos eventos sólo importan hasta que nos ahogan de pronto, luego de haberse acumulado largamente. De la misma manera fue que me besaste aquella noche. Tu boca sabía a cerveza, habíamos comenzado a tomar con los amigos de tu pueblo, eran días santos. Dos noches antes, conversamos en el autobús, y dormimos abrazados hasta que llegamos a una tierra caliente pese al abandono del sol. Tú dijiste: El clima es así por las petroleras, cuando es de día es peor. Tomamos un taxi para ir a un lugar que sólo tú sabías cuál era. Bajamos del taxi con las maletas y caminamos por un terreno de autobuses oxidados y viejos, el aire se sentía tibio y oscuro,  dueño de una muerte anquilosada y antigua. Compramos arroz con leche antes de tomar el autobús para viajar al lugar donde naciste. No hacía frío, pero queríamos tener en la boca otro sabor que no fuera el de ese calor enrarecido.
Porque queríamos tener otro sabor en la boca, no sólo el sabor a cerveza acostumbrado, incluso ya agotado, sin novedad para nosotros. Quizá por eso nos besamos, pero esto es mentira. Es mentira que me besaste, en realidad sólo era yo y mi deseo rebotándome en la cara. Reíste. Me quedó claro que era el principal conductor de mi deseo, que no estaba hablando de ti, sino de mí enloquecido por ti. 
―Tranquilo, Ricardo, sólo es un juego.-y tus amigos continuaron las risas. Era una reunión extraña, como lo eran todas: una suma de soledades que olvidaban sus bordes para saberse pendejos un rato y estar bien con eso, con estar pendejos.
Me había quedado mirándote a los ojos luego de que nos había tocado nuestro turno en el juego, tenía que darte un beso, no ponerme en evidencia. Algún ácido extraño se soltó en mi cabeza cuando oí sus gritos, era un sentimiento de ridículo tan intenso que no lo soportaba. Tú soltaste un ruidito y estabas a punto de reírte; no, no fue así, estabas a punto de amenazarla a ella, que era luz y que creció de la nada como las flores en Xalapa. Reíste para matarla. Ahora lo sé, aunque en ese momento sólo podía sentirme estúpido.
Me siento igual que entonces mientras tomas sin hacer ruido en mi cama y haces figuras con el humo, pareciera que ya nada importa porque Jaime murió y yo me iré mañana, y no importa incluso si hacemos algo ahora o si los dos permanecemos inmóviles mientras el disco que puse se reproduce anónimamente. Esa vez no supe si me besaste o no, esa es la verdad. No fui capaz de sentir nada luego del dolor que me produjo tu risa, y aunque rieras más y me dijeras que era absurdo dolerse por eso, quién sabe del dolor de los otros, si todos estamos desollados,  y aunque  lloré un poco, incluso, tú no lo dijiste pero seguro lo pensaste: no era porque te amase, sino porque me amaba. Porque te amabas también fue que no soportaste que muriera Jaime. Yo no supe nada de Jaime, para cuando llegué de él quedaba un nombre y nada más. Un nombre que no bastaba para nombrar tu soledad. Un nombre que pesa aunque no sepa nada de él ni jamás vaya a saber. Ahora te levantarás, apagarás el estéreo, y te marcharás sin despedirte de mí, que tomaré un autobús con destino a la capital del país en unas horas. Probablemente me digas que, aunque vuelva, no habrá otro Xalapa tan lleno de noches con los ojos abiertos ni habrá otra Adriana de luz. Es verdad. También es verdad que ella, la Adriana de luz, no me ve ni me verá jamás. Finalmente, te levantas, apagas el estéreo, te acercas a mí, me abrazas y me dices un adiós tan convencional que hiere, recuerdo otra vez que soy nadie. Sales sin decir nada más, lo único que queda es el olor a vainilla. Me digo que volveré, aunque ya no te encuentre, pero sé que es mentira.