jueves, 30 de enero de 2014

Sobre Josefa Murillo

Una vez me pregunté por las poetas que escribieron durante el siglo XIX en México. A la ocasión me habían regalado dos antologías de poesía femenina y de Sor Juana al siglo XX había un trecho inmenso carente de nombres, de versos.

Pasó el tiempo y es apenas que estando en Veracruz doy con algunos nombres, uno de ellos, Josefa Murillo.

Josefa Murillo en pocas palabras fue una chingona.

Nació en Tlacotalpán, vivió frente al río Papaloapan, y es por esto que su sobrenombre fue "La alondra del Papaloapan". Nunca abandonó su tierra, esto debido a la fragilidad que la condenaba el asma, si acaso, se cuenta que salió a Orizaba sólo para una visita médica. Sumándose la enfermedad, el ser una mujer de provincia complicó su entrada al mundo de la academia, del cual, se cuenta que estuvo más que deseosa de pertenercer.  Josefa se limitó (y esta palabra es engañosa) a sólo leer libros, aprender francés (el momento literario al que pertenece es el romanticismo y la cultura francesa predominaba) y leer a Víctor Hugo en francés, ella solita, sin escuelas, sin maestros.

 Su poesía tiene una sabiduría, de la cual, afirman que sólo la gente de campo puede hacerse. Versos donde fluyen árboles, nubes, estrellas y el agua en todas sus formas:

"Mi esperanza de amor se alzó ligera
como esa nube blanca,
flotó un punto en el cielo de la dicha,
y se deshizo en lágrimas."

Los animales también están presentes en su poesía, el ave, sobretodo,  representa continuamente la libertad.

CONTRASTE

Sobre los troncos de las encinas,
paran un punto las golondrinas
y alegres notas al viento dan:
¿Por qué así cantan?...¿Qué gozo tienen?...
¡Es porque saben de donde vienen
y a donde van!

En este viaje que llaman vida
cansado el pecho y el alma herida,
tristes cantares al viento doy.
¿Por qué así sufro?...¿Qué penas tengo?...
¡Es porque ignoro de donde vengo
y a donde voy!...



No obstante y frente a tantas palabras tan bellas, quizá las que más me conmueven, son las siguientes por describir de algún modo a Josefa, quien pese a la crueldad de la vida que llevo, entre enfermedad y encierro, escribe: 

"No es mísero el destino de las flores
que despedazó el viento..."








miércoles, 15 de enero de 2014

La habitación




Con un espejo 
podría ver el cielo.

Con dos o tres, bien situados, 
podría ver el sol
inclinándose ante las chimeneas de la noche.

La salida de la luna -la luna misma podría aparecer
en un cuarto espejo, alto,
cerca de la ventana abierta.

              Con suficientes espejos adentro 
0 incluso afuera de la habitación, con una viga
para sostenerlos, las montañas
y los mares podrían manifestarse.

Entiendo perfectamente
que demasiado seguido podría toparme 
con mis ojos -tengo en cuenta
el peligro-
                Si los espejos
son bastante grandes, y se disponen 
con bravura, puedo mirar
más allá de mi propia mirada.

Con un espejo
¿cuántas estrellas podría ver?

No quiero escaparme, solamente mirar
la celebración de los ritos.


Denise Levertov

lunes, 6 de enero de 2014

Poema imprescindible de Bonifaz Nuño

34

Llega fácilmente el dolor;  atiende
el primer llamado que le hacemos.
Para que el dolor nos toque, es bastante
con dejar caer las manos,
y pensar en algo y querer tenerlo.

Y con qué dureza nos aprieta
después el dolor, con su mano sorda;
nos dobla los hombros, nos empuja
siempre más adentro de donde estamos,
y ya no es posible escapar, y nada
nos queda sino aguantar en silencio.

-Tal vez éste fuera el momento
de nombrar a Dios en este poema.
Pero les confieso sinceramente
que haste el nombre me atemoriza-.

Y también sabemos hacer- a veces
sin querer hacerlo- el sufrimiento
de los otros.

             Siempre los que nos aman
se dejan inermes en nuestras manos;
nos dan el poder monstruoso
de usar de sus cosas como nos plazca;
de hacer su dolor, de formarlo
con una palabra callada, con un gesto.

Y lo hacemos, no porque nos falten
caridad o ganas de ser buenos,
sino por pereza o por miedo, acaso
por remordimiento o vergüenza y olvido.

Como cuando duerme un niño, y no quiere
despertar, y grita lastimando
la voz que lo viene a llevar al día;
o como la mansa bestezuela
que, por puro espanto, se revuelve
y muerde y desgarra la mano que procura
sacarla del agua en que se ahoga;
o como el soberbio, que no recibe
lo que se le da, porque piensa
que no lo merece - no me ames,
amada- y rechaza su provia vida,
y al herirse hiere a quien lo busca.

Porque no podemos todavía
dar o recibir sin hacer daño;
nos falta humildad y trabajo; fuerza
para no negar que somos débiles.