martes, 25 de octubre de 2016

Segunda intención de Carlos Pellicer



La selva, gran verdad con tanto engaño.
Es una realidad empedernida.
Todo es igual, se suicida la brújula. Se niega
la entrada al sol. Flores y pájaros
llevan en la garganta una penumbra
que acontece en el alma de las cosas
cuando el hombre...
Integridad de un material esbelto.

Lo verde está en el tiempo, en la textura
de los estados de ánimo del bosque.
Lo verde es un incendio que destruye
las oportunidades de la aurora.
Lo verde es la verdad, la deplorable
verdad de tantos verdes, la conjura
de la verde verdad que oculta el sueño,
lo irresponsable del secreto oculto.
El verde es un color hospitalario:
en tanto más oscuro, más humano.
En la lenta explosión del mediodía
la luz hace del trópico un Sebastián sangrante.
Entre la súplica de los atardeceres,
el verde es tinta china,
es la luz refugiada en lo más negro,
edificada silenciosamente
por la vegetación en libertad.

Con las manos arrodilladas
acato el primer paso de la Noche.
Y en la humilde soberbia que da el cielo
con la sabiduría en las estrellas,
entro en la noche como nada limpio,

en un claro del bosque, abandonado.
Y aquí estoy con el timbre de otra voz
que tuve cuando el viento fue mi cuerpo.
Se siembra en mi garganta una semilla
que algún día
será lo que de mí pueda quedar.

Un charco en que se pudre la luz misma
o inmovilizan párpados de muerte.
El agua en tuberías de bejuco
dada al conocedor del laberinto
de vidrio de la sed.
Fragmentos de jaguar muerto de sed
como una luz jamás amanecida.
En tanta realidad el sueño crea
la muerte de las cosas. Una noche huracán,
el relámpago, jaguar instantáneo que saltó
sobre el mundo, da luz y en la sombra del rugido
se estremece el desorden de la selva.

El problema del bosque es exceso de vida.
Ya no hay donde poner nada.
Hay pequeñas libélulas azules
que hacen de ciertas flores una lágrima.
Las flores solidarias de los pájaros
en el vuelo impalpable de la inmovilidad.
Y hay olores que son
gusanos transparentes con sonido.

Como nunca es de noche ni de día,
el tiempo es medio tiempo.
Hay voces que lo llaman a uno
sin motivo.
Voces parecidas a otras voces
que uno escuchó siguiendo una lectura.

La tierra está debajo de la tierra
y más abajo el tiempo
que ignora a veces lo que está pasando.
Abre una flor sin que lo sepa nadie
y así, no existe el tiempo.

En la selva uno se pregunta:
“¿Y yo qué carajos hago aquí
si no hay adonde ir?
Uno dice sí, para negarlo todo”.

La carcajada de un pájaro
en esta soledad sin garantías
nos avisa del peligro
de pensar en él.

El árbol del pan
o el bejuco de agua,
¿mitología o están?
Es tanto lo que está
que ya urge colocar
los ceros a la izquierda.
Cada hoja que cae es un cero a la izquierda
hasta cifrar la angustia
en la unidad que soy.
Puede acabar el tiempo en un instante
y no tener ya tiempo para huir.

Pero mi piel está quieta:
ha comenzado la fraternidad.
Sumar. Restar. Multiplicar y dividir.
La muerte alimentada con la vida
en el primero y último compás.

El dónde estoy va desapareciendo;
es la consigna de la fraternidad,
Luz verde a todas partes
a condición de no moverse.

La estatua incomparable
inaugurada para siempre.
Libélulas azules,
volúmenes enormes, ya destruidos.

Recuerdo una ocasión en que unas flores negras
algo dijeron en mis narices.
Se me nubló la vista,
caí sobre la industria de las hojas,
y un trago de aguardiente con anís
me devolvió mi nombre.

En la noche sale a hablar
todo cuanto uno no imagina.
Mitin de multitudes invisibles,
unos duermen de día, otros hablan de noche.
Se genera una hoja con insectos
que sin verlos hacen daño.

Cunden
y se esconden.
Toda la maquinaria del trabajo
es fruto del silencio vegetal.

Aquí se aprende a leer
pensando en muchas cosas.
De la idea a la palabra,
un instante milenario.

Sólo en ciegas parálisis,
los hongos, intocables esculturas
se solidarizan con los miguelángeles.
En inmovilizados cuartos de hora
se proyectan las grandes destrucciones.
¡Ay de los grandes árboles
cuando el rayo volatiliza
las torres de la atmósfera!

Yo recuerdo mis manos inútiles
entre aquel verdor cósmico
que piensa huir
bajo el abismo hostil que a nada escucha.
Lo animal se oculta pavorosamente
y uno es vegetación desesperada.
El venero es azul consigo mismo,
el infinito azul de los orígenes,
que morirán azules algún día.
El bosque estremecido da la vida
a tanto corazón de muerte palpitante.
Y hay que empezar de nuevo
la aventura enraizada
y la guirnalda festival del aire.

Aquí todo está fuera de comercio.
Nada tiene que ver con uno. La poesía
es más espacio que tiempo.
Uno dice la palabra poesía
y no sabe lo que dice.

La voracidad de unas hormigas
interrumpió la cadencia del bosque.
Aquí fácilmente la verdad es mentira
y por lo mismo todo está inventado
con lo que a usted le dé la gana.

Cuando después de siglos de enseñanza
se derrumba una ceiba,
el boquete de sol que se construye
crea opiniones sobre la existencia.
Tanta sabiduría a la intemperie
es una inmensa desnudez de sangre.

En medio de la selva
se habla con la mirada a media voz.

Los ruidos industriales de la noche
lo hacen pensar a usted en el dinero
que se gasta para no poder callarse.

El Reino Vegetal cuyos decretos
se firman en secreto.

Útiles despilfarros, atlético desorden.
De un manotazo pumas y jaguares
destruyen las cortinas de una fiesta de orquídeas,
las joyas solitarias que si hablaran
nadie nunca ya jamás hablaría.

Toda intención flamígera
se diluye en las grietas del follaje.
La luz, un verde
puesto a pensar sombrío.

El viento es lo vocal ejecutivo
de una empresa dispuesta a todo trance.
El viento joven que se arriesga a todo
y puede solo contra la vejez.
El viento guarda luto por la muerte
de tantos huracanes fracasados.
El gran viento que agota un mar de oxígeno
que a los pocos momentos se renueva.
El viento que se muere de cansancio
entre el ambiente hipóstilo de caobas y cedros.

El viento sin linaje
entre las dinastías vegetales.

Este desorden construido
por orden superior

autoriza geológicas sorpresas
a la memoria más abandonada.

La lluvia tiene donde aposentarse
a costa de su auxilio inevitable.
Para la lluvia y sigue íntimamente
con tacto de tambores para niños.
Caen enormes gotas por doquiera.
Gratuito dineral que cubre el despilfarro
de tanta sangre verde,
de nubarrones verdes se resbala
y musicalizando cuanto toca.

¡Ay del torrente aéreo!
Muere con dignidad entre la selva.

Uno quisiera
collares musicales,
flor en los ojos, fruta abierta nasal,
cierto sabor de olvido del pantano
y lo mucho y lo poco tan desconocido.
El gran imperio de la clorofila
resiste siglos milenarios
con el ejemplo de ínclitos insectos.
En tiempo de aguas,
hábiles telarañas de perfumes
languidecen el sueño de los árboles
más viriles. Hay serpientes
como joyas prohibidas
que no se atreven a ofrecer manzanas
a tanta y endiablada desnudez.
Y a tanta soledad la habladuría
de todos los idiomas de la noche.
La noche que habla sola
para olvidar el día.
Y el día que no sabe de la noche
más que el paso de rumores escondidos.
Trabaja el tiempo todo el día
y de noche se olvida de sí mismo:
está el tiempo debajo de la tierra
que es la noche.

Lo que antes fuera religioso esfuerzo,
laboratorio de manos floridas,
habitación de sombras inalcanzables,
rincón donde la luz nunca fue vista,
pero sí adorada,
cumbre piramidal, cielo a la mano
de inteligencias húmedas de cielo;
lugares predilectos de la Nada
que a todo ha dado vida;
alcobas en que el sueño está despierto
sin que nadie lo vea;
la piedra que tocó la noche antigua
de las memorias inolvidables
está asaltada por la selva,
a los lados, adentro, por encima;
la paciencia implacable que se pudre
pero retoña y sigue retoñando.
Lo que fue población de jeroglíficos,
pavorosamente vacío.
Muertos los constructores,
recuperó la selva sus espacios,
izando su victoria sobre ruinas.

Entre esos árboles me reconozco,
yo, animador de íntimas catástrofes.
Aquí el hombre desnudo se enfloró la cabeza
con las plumas más lindas de los aires.
En su pecho y sus pulsos,

los jades a la selva lo asociaban,
y un cinturón con caída central
ocultaba su sexo.
La suntuosa elegancia de los mayas
le dio a la selva un porvenir eterno.
Desnudo y enjoyado,
ese hombre nos asombra.
El cielo de los números
embelleció por justa la cuenta de sus días.
Las ideas fueron esculpidas
para congratularse con la aurora.
Tabasco y el cacao: bebemos Xokol—ja,
en todos los pueblos del planeta.
Se desgranaba la sabiduría
como una lluvia de luces antiguas
entre los ojos de aquellos cerebros.
El maya fue el grande hombre de la selva.

Oí que unos árboles
de antigüedad espléndida dijeron:
“¿Y tú, qué haces aquí?
Nosotros somos sigilosamente analfabetas.
Aprende a leer
para escribir sobre nosotros”.
Esto fue todo
lo que pude aprender. Era un idioma
hecho de viento y hojas secas.
Hay telas de araña
que ni el viento más tortuoso de la selva
destruye su área aérea.

Se ven hilos de luz caminando en las hojas
tan gratuitamente
que les cuesta trabajo caminar.

La vida de esa vida
nos mantiene jóvenes.

Los bodoques de lodo de los sapos
se lanzan al pantano.
Es la protesta del amanecer
por la fealdad de un objeto animado.

Un colibrí en la flor de su premura
saquea en un instante
la gota de un tesoro.

La selva tiene su propio cielo movedizo:
se pudre en ella la apoteosis
de las más solitarias soledades.
Lo verde que se pudre sin tristeza
y hace el color que nunca se había visto.

Mariposas inmóviles que ven volar el aire
y se alimentan príncipes de su propia belleza.
Puede un canto destruir aquel desorden
e implantar el silencio unos instantes
puesta en pie la batuta del jilguero.
Un mediodía en el Usumacinta,
hablé con mis amigos, entre el agua,
todos desnudos en la luz profunda.
Nacían y morían las palabras,
relatando la historia de la vida:
un pueblo, un hombre, realidad plantada,
monumental, sonora, repartida,
piedra y palabra con la flor y la muerte,
calendáricamente organizadas.
En la seda desnuda de las aguas,
dejó el tiempo una flor inolvidable.

Palpita en mí, con su soberanía,
el bosque, hijo del agua y de la luz.
Creo que en cualquier parte del poema
esto que estoy diciendo soy yo mismo.
Yo, desollado, rejuvenecido,
cada vez que los días dan la hora.
De las raíces sube hasta mis ojos
el vigor permanente de la ausencia.

No hay crimen: sólo voluntad de vivir
dentro de la simetría de cada uno.
La flor, el fruto, el insecto, el pájaro, las víboras, la fiera,
y esos colores, húmedos
guantes de algunos árboles,
y la luz de un instante que el viento hace posible.

Y un flautín en la tarde
que enriquece invisibles amarillos,
y el piano de rumores entre un rugido y otro,
y el silencio
que dirige la orquesta de la selva.
Geometría en el aire de la araña.
Saber. Pensar. Hacer. Destruir. Pasar.
Y el mono,
hombre feliz y arriba siempre.

A ciertas horas se marchita el tiempo,
categóricamente liquidado:
unas cuantas gotas
en unas cuantas hojas.
Tanto glóbulo rojo que se pinta de verde
hace vegetariano al tiempo mismo.

No nos iremos sin decir buenos días
al clarín de la selva que improvisa sus luces.
Oírlo cantar es tener en las manos

un collar de esmeraldas y rubíes.
Es el gorjeo del agua
con los colores de un paraje íntimo.
Hay pájaros que huyen de las flores
por no quedarse como ellas...

El bosque es el oído cósmico
que registra el hacer de las hormigas.

Cuando cae una hoja
se vuelve de metal la indiferencia.
La indiferencia de las hojas secas.
Desde una fecha, acaso inexistente,
huele la soledad a cosa activa,
al invisible coito de la vida,
floreciente,
desde siempre.

El gran tambor del viento
que antecede a la lluvia,
en cuyas vidrierías los instantes
cierran la boca a todo comentario,
el gran tambor del viento
perfora los oídos de la atmósfera
y se queda colgando de un cartílago.

A esos momentos,
la dinámica furia de los átomos
pierde velocidad. ¡La Poesía!

Reina del Reino Vegetal, la cifra uno
entre los mil millones del ambiente.

Yo te saludo, bosque,
desde la incomodidad de mi impericia.
Tú eres
lo que yo hubiera querido ser:

horizontalmente lejos del mar:
verticalmente junto a ti.

El drama de la vida se hizo para verse,
no para ocultarse.

Absórbeme Dilátame. Dilúyeme.
Pintor y músico,
con remolinos en el corazón:
el sueño de servir a todo el mundo
y el lujo de pobreza que hay en mí.

Víctima del fuego y de la tierra,
náufrago sin el agua ni el espacio.

Yo sé que sí me espera la esperanza,
contra toda destrucción voy hacia ella.

Puesta en servicio el alma,
tanta potencia corporal construye
su propia decadencia.

En un claro del bosque un charco pudre
la caída de un genio vegetal.
Un brazo seco
muestra el trabajo túnel del quetzal.

Y en noches luminosas,
la brisa huésped de la madrugada
agita con la yema de sus dedos
el verdeoro caudal de aquellas plumas,
retoño volador del árbol muerto.

Lomas de Chapultepec
Pascua de Navidad de 1973

sábado, 1 de octubre de 2016

Aún hoy de Shane Koyckan



Cuando era un niño
pensaba que los golpes de karate
y las chuletas de cerdo
eran lo mismo
Pensaba que karate y chuleta eran lo mismo
y como mi abuela pensó que eso era lindo
y porque las chuletas eran mis favoritas
me dejó seguir llamándolas karate.

No era algo tan importante.

Un día
antes de entender que los gorditos
no están diseñados para subir árboles,
me caí de un árbol
y en el costado derecho me hice un moretón.

No quise decirle nada a mi abuela
pensé que me regañaría
porque tenía miedo a que me regañara
por estar jugando donde no debía.

Unos días más tarde, mi profesor de deportes
notó el moretón en mi costado
y me envió a la oficina del director
pero de allí me llevaron a una oficinita
con una señorita dulce y amable
que me preguntaba cosas
acerca de mi vida en casa.

No le iba a mentir,
porque según mi entendimiento
mi vida era buena y bonita.
Le dije: cuando me pongo triste
mi abuelita me hace karate.

Se abrió una gran investigación,
me llevaron de mi casa por tres días
hasta que al fin decidieron preguntar
cómo me hice el moretón en mi costado.

Esta tonta historia se regó por la escuela
y así me dieron mi primer apodo.
No fue karate, fue chuleta.

Aún hoy
odio las chuletas.

No soy el único niño que tuvo que crecer así,
rodeado por gente que decía
que son sólo palabras, no piedras ni palos.
Como si ser apaleados
doliera más que los insultos.
Y fueron muchos insultos y apodos,
tantos que de verdad creímos
que nadie se enamoraría nunca de nosotros,
que estaríamos solos para siempre
que nunca encontraríamos a alguien
que nos hiciera sentir que fabricó el sol para nosotros,
para curar las heridas de nuestras tristezas.
En su lugar, tratamos de vaciarnos
para no sentir nada, aislarnos.
No me digan que eso duele menos que ser apaleado
que una vida de aislamiento
es algo los cirujanos pueden operar
que la depresión no puede hacer metástasis
porque sí puede.

Ella tenía ocho años
iba en tercer grado, era nuestro primer día
cuando le dijeron fea.
A los dos nos pusieron al fondo de la clase
para evitarnos proyectiles de papel y saliva,
pero los pasillos de la escuela eran un campo de batalla
donde éramos la minoría abusada cada maldito día.
Nos quedábamos en el salón para el receso
porque afuera era peor:
afuera tuvimos que ensayar correr para escapar
o aprender a permanecer quietos como las estatuas,
a no estar.
En quinto grado pusieron un cartel en su escritorio
que decía "cuidado con el perro".

Aún hoy,
a pesar de que un hombre la ama,
ella no se siente hermosa
porque tiene un lunar
que ocupa menos de la mitad de su cara.
Otros niños decían que parecía una respuesta errada
que alguien intentó borrar del pizarrón
pero no pudo.
Esos niños no entenderán
que ella cría a dos hijos
cuya definición de belleza
comienza con la palabra mamá
porque pueden ver su corazón
antes que su piel,
porque ella siempre ha sido maravillosa.

Él era un rama quebrada,
injertada en un árbol de familia distinto:
adoptado no porque sus padres optaron por un destino distinto.
Tenía tres años cuando se convirtió en un cóctel
de una parte de abandono
y dos partes de tragedia.
En octavo grado comenzó terapia.
Se hizo una personalidad a punta de pruebas y de pastillas.
Vivía como si pudiera ahogarse en un vaso,
como si un escalón fuera un barranco.
Él era cuatro quintos de suicidio,
un vendaval de antidepresivos
y una adolescencia de ser llamado pastillero,
1%  por las pastillas
y 99% por la crueldad.
Intentó matarse en décimo grado,
cuando un niño que podía ir a casa con mamá y papá
tuvo la osadía a decirle que lo superara, 
como si la depresión fuera algo que puede ser remediado
por lo primero que encuentras en un kit de primeros auxilios.

Aún hoy,
él es una bomba de tiempo andante.
Podría describirte con detalle cómo el horizonte desaparece
en los segundos que dura la caída libre.
Y a pesar de tener un ejército de amigos
que le dicen que él es su inspiración,
él sigue siendo una conversación entre gente
que no puede entender.
A veces, estar libres de drogas
tiene menos que ver con la adicción
y más que ver con la cordura.

No fuimos los únicos niños que crecieron así.
Aún hoy,
todavía hay niños con crueles sobrenombres,
los clásicos eran:
mira, estúpido
mira, retardado.
Parece que cada escuela tiene un arsenal de sobrenombres
que se actualiza cada año.
Y si un niño cae en una escuela
y nadie alrededor elige escucharlo
¿hace un sonido?
¿son apenas el ruido de fondo
de una canción que se repite
cuando la gente dice cosas como
"los niños pueden ser crueles"?
Cada escuela es como una gran carpa de circo
y lo que nos decían y aún nos dicen,
desde los acróbatas a los domadores de leones,
desde los payasos a los malabaristas,
todos ellos estaban mucho más adelante que nosotros.
Éramos monstruos:
muchachos con manos de langosta y señoras barbudas,
rarezas
haciendo malabares con la depresión y la soledad,
jugando en solitario a la botellita
para tratar de besar nuestras heridas y sanar.
Pero en la noche,
mientras los demás duermen,
seguimos practicando en la cuerda floja.
Y sí
algunos de nosotros caímos,
pero quiero decirle a esos caídos
que toda esa mierda
es sólo escombros
que quedan cuando finalmente decidimos romper todas las cosas que pensamos
que éramos
y si no puedes ver nada hermoso en ti
consíguete un mejor espejo
mira más de cerca
quédate mirando un rato
porque hay algo dentro de ti
que te hizo seguir luchando
a pesar de todos los que querían que desistieras.
Le pusiste un yeso a tu corazón roto
y lo firmaste para ti
y escribiste
“NO TENÍAN RAZÓN”.
Porque quizá no perteneciste a un grupo o a una banda,
quizá siempre te escogieron al último para el basket y todo lo demás,
quizá te tocó tener moretones y dientes rotos
para mostrar y decir, pero no dijiste nada
porque ¿cómo tomar terreno
si todos quieren enterrarnos?
Tenemos que creer que no tenían razón
que estaban equivocados,
¿por qué estaríamos aquí si no fuera así?
Crecimos y aprendimos a animar al oprimido
porque nos vemos reflejados en ellos,
provenimos una raíz plantada en la creencia de
que no somos lo que nos decían.
No somos esos carros vacíos abandonados a un lado de la carretera
y si de alguna manera lo somos,
no te preocupes,
sólo hay que salir a buscar algo de gasolina.
Nos graduamos de la carrera
A La Mierda Todos, Lo Logramos.
No a los ecos fatuos de voces que gritan
"los sobrenombres nunca te lastimarán"

Claro que sí,
me lastimaron.

Pero nuestras vidas siempre
continuarán siendo
un acto de equilibrio y balance,
que tiene menos que ver con el dolor
y mucho más que ver con la hermosura.