viernes, 30 de octubre de 2015

Un poema de Aurora Reyes




TIEMPO QUINTO

Yo vestiré mi muerte de amarillo
con camisa de sal y ojos de uva,
adornaré su pie de cascabeles
y la coronaré de nomeolvides.

Aquí, sobre tu trono de oropeles
y tu mano de larvas y lamentos:
¡Mira a la Vida, mírala de frente!
Calavera de azúcar, dí: ¿Quién eres?

Quiero el sudario de papel de China,
el cadáver del sol hecho pedazos,
un adiós con los pétalos de fuego
y un ídolo de piedra entre los brazos.


De "La máscara desnuda".

martes, 27 de octubre de 2015

La autobiografía temprana de Juan Vicente Melo, un fragmento





Para empezar por el principio: creo en los signos.



Nací el primer día de marzo de 1932. Todos los horóscopos registran que, en ese día, rige el signo de Piscis y los Piscis, dicen -y estoy de acuerdo-, son nefastos, gustan de decir mentiras. Están destinado a oficios diversos y su configuración astral es doble: dos peces que se abrazan en sentido inverso: la cabeza de uno corresponde a la cola del otro y viceversa. Signo de agua, disolución, habitación en las profundidades. Signo de la movilidad, de la inconsistencia. Esconde su verdadero, vulgar nombre en la palabra sánscrita que corresponde a su signo zodiacal que, entre sus diversas significaciones, incluye la del número cinco. Parece ser que se trata del signo de la fusión alquímica de los cuatro elementos tradicionales con el quinto elemento, el éter, de esencia más o menos mágica. En hebreo, la palabra sánscrita significa Agua, lo que nunca permanece quieto la ola. Una de mis hermanas y casi toda la familia de mi madre nacieron bajo el signo de Piscis. Mi hermano menor corresponde a Escorpión, que es afín a Piscis. Mi otra hermana -no recuerdo bien- se satisface entre Sagitario y Capricornio. Mi padre corresponde al signo de Aries, que es contrario a los Piscis. Un buen amigo trazó, en una ocasión generosa, mi horóscopo: "Tu ascendente es Escorpión", dijo, satisfecho, seguro de que esa simple declaración me proporcionaría fuerza para vivir. Mme. Bambi de Gironella, astróloga sagaz, me declaró, irremediablemente, Piscis -Piscis, lo que me convierte otra vez, en víctima de las fuerzas atávicas que me rodean o rigen mi vida. Si lo que dijo Mme. Bambi es cierto, mi vida no tiene remedio.


(Veo la ola, veo el agua tranquila, veo nubes que representan elefantes, veo el cielo, limpio, azul; veo la constante movilidad de las hojas de los árboles y las flores de las jacarandas que inician su temprano, rápido proceso de vivir. Invento el olor del mar y ese olor ha sido correspondencia de un verde o un azul que sólo existen para mí. Veo. Veo e invento).

domingo, 25 de octubre de 2015

A veces se piensa en el mar




Cuando yo pueda andar toda una tarde

por la orilla del mar, cuando yo tenga

dinero para ir al mar, cuando me quite

esa larga pereza de estar aquí en mi casa

derrumbado, arrumbado, derrengado

en la cama entre libros y tristezas,

y acomode mi ropa y suba a un taxi

para ir a la estación del tren, y mire

cómo se van y van casas y casas

de la ciudad, y diga en pensamiento:

me voy al mar…



Cuando yo me decida

a decirme a mí mismo: voy al mar

porque no quiero estar aquí conmigo

entre harapientas, pobres soledades,

se van a incomodar todas las horas

que se habían alojado en los rincones

de este cuarto, a montones, como polvo,

acostumbradas a que nada ocurra

y al olor encerrado día tras día.



Yo sé bien que ellas saben que me he dicho

muchas veces: si yo me decidiera

y por fin fuese al mar…



Y si cerrara suave, quedamente la puerta

de la casa, pensando

que no pienso marcharme para siempre,

con el pulso tranquilo, como cuando

cierro para bajar a comprar más cigarros.

Y si bajara sin prisa la escalera

y no me detuviera y caminara y caminara

y sin sentir llegase a un tren que espera

y me subiera en él y el tren se fuese

a cualquier parte, lejos, y tuviera dinero en el bolsillo y no pensara

en todo lo que dejo aquí pensado.

Si tuviera o tuviese, si pensara

o pensase o pudiera o pudiese…



Yo sé la pena de los subjuntivos

porque tampoco saben ir al mar.


Si yo no odiara el mar, como esos otros

que les gusta ir al mar a broncearse,

a hacerse un poco estatuas de sí mismos

y enamorar al sol a otras estatuas solas.



Pero a mí no me gusta el mar. Yo digo

que me gustan los pueblos tierra adentro

con su campo labrado, con sus yuntas,

sus aperos, sus serios labradores,

y salir yo muy de mañana al campo

a oler el olor bueno de la tierra.

Porque yo soy de un pueblo tierra adentro

y nunca olvida nada el inconsciente,

dicen que dijo Freud, digo que dicen.

Si yo, si yo, si yo, si yo dijera…

sí, sí, podría decir…

(Voy a dormirme un rato, y a ver luego…)


LUIS RIUS

"Qué es lo vivido" de Dolores Castro


I
¿Qué es lo vivido,
en qué poro ha quedado
o en qué ráfaga?

Puente a la oscuridad
o la pendiente veloz
de una sonrisa
que se apaga,
pero también calor
en medio de la sombra,
acomodo
de criaturas que buscan suavemente
su modo de dormir
mientras una ventana
se va cerrando hacia el oriente
y la luz de la tarde
se unta silenciosa.


Todo está bien:
no mintieron los rostros de las cosas,
sólo sabían brillar
en su secreta forma de caer,
sólo sabían decir:
es así, así es,
mientras acrecentaban su caída,
se hacían ovillo,
y en su acomodo hablaban en voz baja
de lo que hubieran querido ser.


Bajo la forma gris de las cenizas
cuántos tonos de rojo,
cuántas lenguas
se quieren desatar
para arder;
cuántas columnas de aire
que gozaron de peso y consistencia
en su día,
sostienen el papel
de seda
para envolver
fantasmas,
que aún tosen suavemente
para no
desaparecer.


II
Nadie diría hacia dónde ni en qué forma.
Nadie ha vuelto. ¿Dónde lanzar la vista,
ciega como lo blanco de los ojos?
Nadie diría hacia dónde ni en qué forma.
Las alas no han nacido. El chasquido de las horas
estremece las sombras y el descanso.
Las madejas de seda del entorno
sólo anuncian lo oscuro:
silencios de crisálida, ciegos y amortiguados.
Es la ronda nocturna, el revolverse sobre el mismo cuerpo
que no tiene respuestas:
las rosadas encías del anciano
ya no pueden morder verdades ácidas
pero en el sueño, pero en la seda y su amortiguadura
los golpes de la vida
pierden brutalidad.

Hay sol, rondan despacio
los astros invisibles.
Atendiendo a los ruidos, hay calor allá afuera.
Como los corazones recién arrebatados a las víctimas
palpita el deseo de vivir,
tórtola gris aún en movimiento
que picotea cenizas en aceras de sueño.
Dar y tomar la vida cada día,
devorar copos ácidos y aún tibios
ahogar los alaridos
transformarlos en tímida
palabra cotidiana.
No atravesar el cielo
para encontrar promesas y dádivas.
Habitar el rincón,
bajo techo, iluminado
con luz artificial:
y gritar y gritar, gritar por dentro
hasta romper el techo y las paredes
y la muralla del pecho
para formar esta hilera de palabras.

III
¿En dónde está mi sueño
y el pausado resuello de mi pecho?

No se mueve la música
ni avanza entre las olas luminosas.

Se destiemplan los dientes
al morder este fruto de la tierra extranjera.
Fruto de ningún árbol,
de lugar sin perfil.

¿En dónde está mi amor?
¡Aquí, aquí! En medio del no ahora
pero sí.

IV
Es el mar
que regresa después de huir mil veces.
Son los días y su paso de langosta
que devora el silencio.
Es el mar y los días:

Son las horas de paso redoblado
y las noches fugaces
con sus lunas que crecen y decrecen.
Es el sol cotidiano y sus fulgores;
el cielo de la noche,
donde asoman sus ojos centenarios
muchas estrellas frías.

Soy yo
con una caja resonante
donde guardo preguntas.

V
Es de tarde, la sombra se extiende:
los altos edificios, jaulas de oro,
se levantan al paso: el autobús
sortea un chirrido de frenos y el obstáculo.
Apenas veo. Vamos de pie, y cada uno a solas
en esta multitud.

El camionero hace malabarismos,
cobra el pasaje, pide: ¡Pasen al fondo!
¿Al fondo de qué?
de sus diez horas de trabajo,
mientras bajan y suben las hormigas.
Allá, en las jaulas de oro, los burócratas
del turno vespertino
van tras el humo de sus cigarrillos
fuera de las ventanas.
Ha pasado la hora del café, y del último chiste
subido de color.
Los pálidos del ocio
también miran
caer la tarde, mientras todos
nos preguntamos: ¿por qué y para qué?

VI
Era la ira su forma de ser muerte
y la vida con ella
loco juego de sangre:
el trato humano choque de sombras
estruendo de materias divididas.

La muda ostentación de los instintos,
el acechar,
y el comprar y vender,
vender, venderse,
acción de cada día.

Era la muerte su escudo y su lanza,
la sombra de su color,
y la terrosa ilusión de ser hombres
su condición.


VII
La filiación en Dios
no se reconocía:
Y cómo en ese tráfico de aceros,
inmisericordes
en el roce con sus semejantes:
ensamblados
como ruedas dentadas de una máquina
enloquecida.

Las ruedas duermen sobre sus órbitas:
silban sin sueños mientras giran
los días y las noches dentro del tórax
sin alterar el ritmo de la sangre
sin despertar a un solo
corazón amante.


VIII
Es verdad que se aloja en alguna parte,
en la más recóndita, resguardada de aires y de olvidos.
No sé delimitarlo,
sólo sentirlo:

En el sobresaltado sueño está presente:
en lo negro del párpado cerrado
y en mi futuro cierto.

Un delgado cabello la separa del placer
y consume
como cucharadita de nieve
cualquier excelsitud en su cumbre más alta.

¿Quién se atreve con ella?
Sólo el amor hasta el último aliento.
Sólo el amor su resta sobrepasa.



IX
No es una sola muerte,
es la muerte con mil
máscaras distintas:

a la vuelta del día,
en lo mejor de la noche,
a la mitad de la vida.
Mi mano tiene muerte,
el polvo de sus alas entre mis dedos
me recuerda que está viva.

No hay hilo que conduzca a la salida
del laberinto.

Al compás de nuestros pasos
arrastramos
cadenas de necesidad

¿Qué nos queda?

Volver sobre lo mismo,
o en el profundo sueño
de hormigas aferradas
a la naranja
que se traslada y gira,
penetrar al único hechizo de cada noche
y al prodigio de cada día,
despertar.


Esto de separar los tiempos, las distancias
o dividirlos:

¿En dónde está esa tarde?
Cielo lluvioso contemplado
desde el ablandamiento del alma
desde el temblor del cuerpo que recibe
el peso doloroso
de la felicidad.

El brillo de las gotas de lluvia
no más intenso que las miradas
ni menos húmedo
ni mejor.

Aquella tarde no se encuentra
en el corazón,
sino en la hondura
más honda que la carne,
la distancia o el tiempo.
Tarde que nunca
anochecerá.

Si se pudiera esta noche
con el aliento deshacer el frío,
a dentelladas romper el hielo:

Desterrar el invierno.
Si se pudiera
dentro y fuera de sí vencer el caos,
encender la música
hasta incendiar el cielo
en un desesperado intento
de amar.

jueves, 22 de octubre de 2015

Elegía: otro poema de Miguel Guardia




Desde niño aprendí que todas las cosas del mundo
tienen un fin y una causa y un sitio inalterables.
Así lo creyeron mis padres y me lo enseñaron,
y mis abuelos lo creyeron, y yo lo creí.

Nada ha sido modificado desde entonces:
la soledad existe para que hombres y mujeres
sientan el deseo de estar acompañados
y nazca, así, el amor, naturalmente.
Y las tardes fueron hechas para que los recuerdos
se agudicen, y dejen la suave melancolía
del pasado. Porque sólo esto, y no otra cosa,
es, a veces, la felicidad.

Y el poder existe para enseñar a los vencidos
que la mansedumbre es una hermosa virtud
y la humildad y el conformismo timbres de grandeza.

Y si las hojas de los árboles, volando
amarillentas, caen de los árboles en otoño,
sólo es para recordarnos la muerte de un año más.

Y la primavera y la lluvia y el viento
y el deseo de hacer algo grande y maravilloso
y las mariposas y el mar y la miseria
y el ritmo de la sangre y la rebeldía,
todo está hablándonos de un orden perfecto.
Nadie osará romperlo. Nadie lanzará la piedra
que altere la tranquila superficie de la vida.

Porque más sabios que nosotros fueron nuestros padres,
que miraron, con la misma parsimonia,
sus recuerdos felices y la triste desnudez
de los niños ajenos, en las calles;
o el vuelo repentino de las hojas
y el agrietado seno de una madre. Y seco.

Que nadie alce la voz. Que nadie llore.
Que nadie intente conmover a nadie:
escriban los poetas sus cantos de amor,
porque consuelan a quienes no ha sido entregada
una sola palabra de ternura que callar;
den a luz las mujeres, porque –tal vez- de sus hijos
nacerán, algún día, la justicia y el consuelo;
que los hombres melancólicos permanezcan
con las manos dulcemente cruzadas sobre el pecho;
que los mansos inclinen la cabeza,
y que todos aborrezcan el pan de cada día
porque al sudor ya le han mezclado sangre y amargura.

Que todo siga igual, que cada cosa se conserve
en el sitio que le ha marcado la costumbre:
no cometamos el error de ser sentimentales
porque ningún hombre es lo bastante fuerte
para alterar, él solo, los designios.

Pero que por lo menos alguien diga
que no ha muerto del todo la esperanza…

Y yo voy a decirlo. Y que somos una raza noble,
generosa, grande para el dolor y el infortunio.
Y también que cuando tengamos en las manos
el verdadero amor y el odio verdadero
nadie nos detendrá. Nada ni nadie.
Yo, que sólo tengo palabras y un poco de poesía
que poner en ellas; yo, que no sé quién soy,
de dónde he venido; que no quiero el lugar
que sin duda alguna se me tiene asignado,
yo nada más quisiera convertirme,
a cambio de lo que no puedo dar ahora,
en tierra, en pueblo, en aire de las boca
que un día reclamarán justicia; en el nervio
de las manos que un día tomarán justicia,
en el corazón de los hombres que algún día
van a buscar y a conseguir justicia,
cuando llegue el momento.

Yo voy a estar ahí. Yo podré verlo.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Tres poemas de Miguel Guardia




NO HAY ENGAÑO

Es fácil, a ratos, creer que cuanto me rodea
permanecerá inmutable conmigo:
seres, cosas, pequeños hechos cotidianos
sobre los que he levantado la certeza
de estar viviendo;
y todo llega a ser, entonces, tan hermoso.

Pero la verdad se desliza traidoramente,
como un soplo de aire frío bajo las ropas;
pero la verdad es que el tiempo me derrumba
y que se hace imposible cualquier engaño:
basta recordarla para percibir claramente
que una pequeña luz se me apaga en los ojos,
y que me llega el inconsolable deseo de quedarme quieto
hasta que todo haya acontecido.

Porque es un hecho triste y necesario
contra el que nada vale amurallar el corazón.




PARA DECIR ADIÓS

I

Cuando el corazón está haciéndose pedazos;
cuando nos morimos un poco más de prisa cada día,
porque a cada día nos olvidan un poco más;
porque hemos dejado de ser algo importante
a los ojos de alguien, para quien, alguna vez,
lo fuimos todo.

Cuando sabemos que eso ya no tiene remedio,
y cuando al estar solos, y a oscuras, nos llega siempre
el sentimiento de la muerte; o cuando nos miran
y pueden creer aún que estamos en paz
porque no conocen nuestros pensamientos.

Como, por ejemplo, ahora.

Regresan a nosotros, como si supieran
que nos es necesario un poco de consuelo:
las viejas y queridas palabras ya olvidadas
-y la vieja soledad y la amargura antigua-
y la vieja poesía que tantas veces detuvo
la caída del mundo sobre nuestros hombros.


II

(¿Por qué tuve que esperar a que se fuera
para soñar con ella?)

¿Por qué nunca aprenderemos
que el sufrimiento empieza al otro día,
y que el castigo de pronunciar ciertas palabras
es una muerte lenta, perpetua, inexorable…

(para llorar por ella)

…porque también las palabras pueden asesinar,
y porque adiós es una palabra vengativa
y porque yo la he pronunciado?
(para llorar por ella)


III

Sólo pude otorgar el sufrimiento,
no la luz, no la paz, no la alegría
del buen amor, ni la esperanza pude.

Las manos cuelgan a los lados, ahora,
como pañuelos estrujados y llenos de lágrimas,
o como dos animales atemorizados.

(¿Por qué le dije adiós?)

¿De qué escribe un poeta
cuando vuelve a sentirse solo y se le cierra el mundo,
cuando le nace el miedo a tanta soledad?

(Que no me diga adiós. No con las manos
que el canto del amor adormeciera;
ni con los ojos apagados diga
adiós a mi ternura; que no sea
su voz la que pronuncie la palabra
que todo lo aniquila, ni florezca
la turbia flor de la nostalgia encima
de la que cultivaba mi tristeza).


IV

Yo no puedo hablar ahora de otros hombres que sufren,
de tantos crímenes cometidos a todas horas
y cuyo solo nombre es manantial del terror.
¿Cómo pensar en el dolor que me rodea
si yo mismo no soy más que una agua quebradiza,
una sombría soledad,
una tristeza amarga doliéndose y llorando?


V

(Que no me diga nunca la palabra
donde el olvido interminable acecha).



SONATA


I
Nadie puede cambiar súbitamente su existencia,
dejar de asistir a su sitio predilecto
y abandonar los objetos que siempre lo han rodeado;
apartarse de las gentes con las que a diario charla
o descubrir que hace tiempo que sus palabras
están delgadas y luidas.
Porque sucede que, a fuerza de hacer siempre lo mismo,
la risa, el odio, el llanto, la tristeza
desaparecen bajo una gruesa capa de polvo;
y objetos y palabras y gentes y lugares
se desvanecen como el color de una tela
que estuvo mucho tiempo bajo los rayos del sol.
Pero un día, de pronto, algo nos golpea
como una piedra en la mitad del pecho
y en el cerebro y en la boca del estómago,
de tal manera que sólo acertamos a mirar
-un instante que luego habrá de parecer eterno-,
estúpidamente un punto en el espacio:
así nos toman las palabras por sorpresa.
Llegan, corren, irrumpen desbaratando todo aquello
que levantábamos entonces para estar tranquilos,
inesperadas. Y tan amadas y tan temidas
como los hijos que nunca hemos dejado nacer
y que toman la vida, sin que sepamos cómo,
de nuestros más queridos y abandonados sueños.
Yo sé que nadie, nunca, ha podido hacerlas callar
cuando vienen a desquitarse del olvido.
Son feroces y crueles enemigas
que golpean hasta sentir los brazos insensibles;
que nos gritan –hasta que se nos llenan los oídos
de angustia y de amargura y de arrepentimiento-,
todo lo que nunca debimos olvidar
sino como la última muerte, verdadera.

II

Y como quien vuelve de un profundo desmayo
y abre despacio los ojos adoloridos;
o como quien sale de una larga convalecencia
y tiene que recuperar sus fuerzas poco a poco,
empezamos a comprender, bajo el implacable
golpeteo de las palabras que renacen:
sólo hemos vivido una interminable mentira
parapetados detrás de frases vacías,
de falsas y soberbias actitudes
con las que hemos pretendido conservar la apariencia
de una vida plena, fructífera y equilibrada;
hemos dejado que la poesía cotidiana pase,
como si no fuera un huracán lleno de ira,
sin permitir que nos agite ni un cabello,
y sin dejar que deje en nuestras ropas
ni una brizna de polvo, ni una gota de lluvia,
ni un pedazo de pétalo pudriéndose.

III

Empezamos a comprender:
que amor no es solamente apego a una costumbre,
deseos de acariciar una piel suave o de sentir
que hay alguien que nos acompaña para siempre;
sino también la necesidad imperiosa
de ver por todos los demás, y de tender la mano
para ofrecer el pan y la esperanza.
Y que la libertad no puede seguir siendo
nuestro derecho a ser indiferentes.
Que hemos vivido culpablemente limpios.


Que patria no significan el lugar en que reposan
nuestros mayores, ni el sórdido fragmento de tierra
en que hemos asentado una mesa y un lecho;
que la patria es una ola de miseria y de llanto,
un alarido abierto, un borbotón de sangre,
una oscura corriente sin camino.

Que es necesario arrancarnos el corazón,
limpiarlo de telarañas y lavarlo y bruñirlo
y empuñarlo, como una espada vengativa.
Y no dormir de noche ni de día.
Y ya no hablar con voz pausada y tolerante
sino a gritos y a golpes de amargura.

Y que vamos a llenarnos de horror hasta los codos.

domingo, 11 de octubre de 2015

Un poema de Esther Seligson







DÍAS DE POLVO

I


A gente entende pouco do semelhante. Cada um 
de nos é un enigma que a maior parte das vezes fica 
por decifrar.


Miguel Torga


Estás tan lejos me dicen tan sola
y respondo nunca lo suficiente
nunca lo bastante lejos la soledad
siempre hay quien la interrumpe el teléfono
el cartero vecinos y esa necia costumbre
de procurarse víveres no nunca lo bastante
sola lo suficientemente lejos transijo
pago cuentas hago fila en el correo
saludo sonrío tampoco el mar que me acompaña
está solo cuántos veleros barcos lanchas
guardacostas lo ocupan

A veces nos salamos el mar y yo
muy de mañana en un llanto mutuo
remojo los pies en su espuma fría
y escucho la risa de Adrián que se revuelca
me digo entonces que aún estoy cerca
demasiado cerca
que me ha anclado el dolor a la orila
a este cuerpo nunca suficientemente solo
ligero lejano
ay tan presente