viernes, 2 de febrero de 2024

Canto irrevocable




Yo, que tengo una juventud llena de voces,

de relámpagos, de arterias vivas,

que acostado en mis músculos, atento a cómo corre y llora mi sangre,

a como se agolpan mis angustias

como mares amargos

o como espesas losas de desvelo,

oigo que se juntan todos los gritos

cual un bosque de estrechos corazones apretados;

oigo lo que decimos todavía hoy

todo lo que diremos aún,

de punta sobre nuestros graves latidos,

por boca de los árboles, por boca de la tierra.

Yo, que irrevocablemente sé de nuestra eternidad definitiva

de nuestra juventud de atentos sueños

y lágrimas despiertas;

de los tercos tambores tercamente sonando

que hay en nuestro oscuro fondo.

Que tengo un par de rotos ojos vivos,

mirando, aún no calcinados,

y unos brazos largos inmensos, eternos como piedras,

como piedras duras y varoniles y tristes.

Que con esos ojos abiertos y sufriendo

sé ver nuestra tierra por la sal blanqueada,

blanqueada por la amarga leche de los senos,

cómo se apaga con los huesos.

Y cómo se apaga y se seca de ceniza la sed

y se pudren las manos, y se curva el silencio.

Yo, que tengo un pobre e inútil corazón

para toda la tristeza

que dejo de sufrir a cualquier hora,

he visto a las madres arenosas y clavadas,

las madres de tezontle, las madres de piedra de metate,

llorando cuantas vivas de cal,

granos amargos,

gotas de plomo.

Lloran piedras de río

sentadas como viejas raíces,

las madres de tierra de la tierra.

He visto y llorado todo esto, yo.

Pero no he llorado todavía.

Hay un océano grande de tristeza.

Quisiera tener un corazón lleno de trigo

y mi pobre corazón es muy pequeño.

Hay que hacer un gran río del mundo,

juntar nuestros pulsos hasta formar un gran cielo.

Un cielo del que llovamos redivivos,

nuevos, virtuosamente limpios y dispuestos.

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