lunes, 27 de octubre de 2025

La correa de Ada Limón


Lek Chan

Después del parto de bombas de horcas y miedo,

las frenéticas armas automáticas desplegadas,

el rocío de balas en una multitud cogida de manos,

ese crudo cielo abriéndose en fauces pizarra metalizado 

que sólo se tragan lo indecible en cada uno de nosotros,

¿qué queda? Hasta el río escondido en ningún lado

es de un anaranjado venenoso y ácido por una mina de carbón.

¿Cómo puedes no temerle a la humanidad, querer lamer el fondo 

del arroyo hasta dejarlo seco, succionar el agua mortífera con tus

propios pulmones, como veneno? Lector, quiero decir: No mueras.

Aun cuando uno tras otro pez plateado emerja boca arriba, 

y el país caiga en picada en un cráter crepitante de odio, 

¿no queda acaso algo que todavía canta? La verdad: no lo sé.

Pero a veces, te juro que lo oigo, la herida cerrándose

como una puerta de garaje oxidada, y aún puedo mover

mis extremidades vivas en el mundo sin mucho sufrimiento,

puedo asombrarme todavía de cómo corre la perra hasta las 

camionetas como alma que lleva el diablo, porque cree que los ama,

porque está segura, sin duda alguna, de que eso que ruge fuerte 

la amará de vuelta, su mansa naturaleza viva de deseo por 

compartir su maldito entusiasmo, hasta que tiro de la correa para 

salvarla porque quiero que sobreviva para siempre. No mueras, 

digoy decidimos caminar un rato más, los estorninos febriles 

en lo alto sobre nosotras, el invierno viniendo a acostar su frío 

cadáver en esta pequeña parcela. Quizá nos la pasamos siempre 

lanzando nuestro cuerpo hacia aquello que nos ha de destruir, 

mendigándole amor al raudo paso del tiempo, y quizás, 

como la obediente perra a mis talones, podemos caminar juntos

tranquilamente, al menos hasta que pase la próxima camioneta.