¿Te platico, Gertrudis? Bien, te platico. Tenía ocho años. Me encontraba en el norte del país muy cerca de la playa. Aquellas fueron mis primeras y últimas vacaciones en familia, había viajado desde Aguascalientes hasta Nuevo Laredo en la parte trasera de una madrina (no, no crea usted que iba en el culo de algún pariente, mucho menos un ser mitológico, sino un gran trailer en el cual transportan autos). Luego de que asaltaran el hotel barato en que nos hospedábamos, mi padre nos llevó a uno un poco más seguro y adivina... con piscina. Sabes, Gertrudis, nunca he estado en el mar. Nunca. Así que era mi deseo ir al mar, pero no fuimos, o si a ir le llamas estar parada unos segundos viendo las olas desde el auto...Entonces, puedes decir que fui, pero yo no lo afirmaría. Total, ¿recuerdas que en mi hotel había una piscina? Pues adivina, en la piscina habían dos tortugas. Muy grandes, más que tú. Estaba soleado, la piscina era de unos tres metros de profundidad y para mis ojos párvulos, parecía todo un océano. Una inmensidad turquesa tejida de luz en el fondo y aquellas dos esmeraldas gigantes nadando en ella. Y así fue, Gertrudis, que me empezaron a atraer las tortugas. Después, dada mi torpeza y lentitud, sin ofenderte, sentí todavía más afinidad hacia ellas.
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