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Llega fácilmente el dolor; atiende
el primer llamado que le hacemos.
Para que el dolor nos toque, es bastante
con dejar caer las manos,
y pensar en algo y querer tenerlo.
Y con qué dureza nos aprieta
después el dolor, con su mano sorda;
nos dobla los hombros, nos empuja
siempre más adentro de donde estamos,
y ya no es posible escapar, y nada
nos queda sino aguantar en silencio.
-Tal vez éste fuera el momento
de nombrar a Dios en este poema.
Pero les confieso sinceramente
que haste el nombre me atemoriza-.
Y también sabemos hacer- a veces
sin querer hacerlo- el sufrimiento
de los otros.
Siempre los que nos aman
se dejan inermes en nuestras manos;
nos dan el poder monstruoso
de usar de sus cosas como nos plazca;
de hacer su dolor, de formarlo
con una palabra callada, con un gesto.
Y lo hacemos, no porque nos falten
caridad o ganas de ser buenos,
sino por pereza o por miedo, acaso
por remordimiento o vergüenza y olvido.
Como cuando duerme un niño, y no quiere
despertar, y grita lastimando
la voz que lo viene a llevar al día;
o como la mansa bestezuela
que, por puro espanto, se revuelve
y muerde y desgarra la mano que procura
sacarla del agua en que se ahoga;
o como el soberbio, que no recibe
lo que se le da, porque piensa
que no lo merece - no me ames,
amada- y rechaza su provia vida,
y al herirse hiere a quien lo busca.
Porque no podemos todavía
dar o recibir sin hacer daño;
nos falta humildad y trabajo; fuerza
para no negar que somos débiles.
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