sábado, 24 de diciembre de 2016

Morir en Benarés - Chantal Maillard



Faltan dos días para la Navidad. La Navidad solamente ocurre en nuestra memoria y tal vez en un lugar lejano que también se aloja en la memoria. Puede que allá estallen villancicos o se entonen cantos gregorianos; aquí, como cada tarde, el sonido de campanas, platillos y caracolas se eleva desde la multitud de templos que bordean el Ganges. Al margen de la memoria, alguien, aquí, existe levemente.

Debió tener nombre alguna vez; nosotros nunca lo supimos. Bajo nuestra ventana, a dos pasos de la puerta, vive desde hace dos años entre cuatro paredes de hojalata: improvisada habitación sobre ruedas que en otro momento debió servir de quiosco a un vendedor de tchai. Renunció a todo para morir cerca del río sagrado y romper así la rueda de sus reencarnaciones. Nadie que no pertenezca a la casta brahmana puede ofrecerle alimentos cocinados. Hoy ya no puede encender su hornillo de barro con las boñigas de vaca que ella misma acostumbraba a disponer sobre el suelo, en pequeños montones, para que las secara el sol. Sus largas manos cuelgan, elegantes aún, transparentes en su extrema delgadez, del camastro de cuerda.

No es triste morir: es solamente el dedo del invierno reconociendo los cuerpos que se duermen.

El largo y húmedo sonido de las caracolas acompaña las llamitas embarcadas en hojas de baniano: ofrendas para los espíritus de los antepasados, que viajan río abajo con la corriente o se quedan detenidas al costado de una barca. Nada muere en Benarés; todo se acompasa al ritmo del fuego, del agua, de la tierra. Nadie muere en Benarés; morir es otra manera de estar vivo. Aquí se suspenden –y tal vez mueran, ellos sí- los cuentos tristes y los rituales trágicos. El tiempo deja de rendir tributo al pasado, se vuelve puro acontecer, eternidad que cabe toda entera en la mirada, eternidad de aire y de piel, de sonido.

La vieja brahmana tose a cortas sacudidas. Estas palabras que escribo la detendrán quizás, formarán bordes, orillas en su tiempo. Son palabras intrusas y las escribo con la secreta impresión de malograr en cierta medida el perfecto destino de un alma que renuncia a ser propia.

Todo es simultáneo: las aguas sucias inundando los escalones anchos que llevan al río, sus ojos semi-cerrados ya por las nubes, sus labios repitiendo aún el gesto que corresponde a los nombres sagrados, los búfalos, hermosamente lentos, sumergiéndose en el Ganges... No sé si el sol saldrá mañana redondo y rojo como el betel cuando se muerde, no sé si algún niño nacerá en Benarés con los ojos abiertos, no sé si en la serena mirada de las vacas la ciudad se reflejará más suave, más amable. Son extraños los males que los hombres inventan y es tan simple la muerte como el roce de un silencio cuando la luz se apaga.

(Murió en la noche del 24 de diciembre de 1987)

Chantal Maillard, La otra orilla

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