El primer grado de la soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir, por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio. "El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo" (Pr 6, 12-13). Por este inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada afuera para que apaciente a los cabritos. Con acierto llámense cabritos, símbolos del pecado, a los ojos y a los oídos; porque lo mismo que la muerte entro en el mundo por el pecado, así penetra por estas ventanas en el alma. El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de conocer su estado interior.
Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses en cualquier otra cosa...
"No debes saber más de lo que conviene" (Rm 12, 3). Probar el mal no es saborearlo, sino haber perdido el gusto. Guarda bien lo que se te ha confiado; espera lo prometido. Evita lo prohibido, no sea que pierdas lo que ya posees.
¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte? ¿Por qué diriges con tanta frecuencia tus ojos inquietos hacia ese árbol? ¿Por qué te agrada mirar lo que no se puede comer?
Tu me respondes: "Sólo me acerco con los ojos, no con las manos. No se me ha prohibido mirar, sino comer. ¿Es que no puedo levantar hacia donde quiera estos dos ojos que Dios ha dejado a mi libertad?"
El Apóstol responde: "Todo me está permitido, pero no todo me aprovecha" (1 Co, 612).
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