para Wenceslao Rodríguez
Busco un hombre y no sé si sea para amarlo
o para castrarlo con mi angustia.
Tengo hambre de ser
y me siento frente a la ventana
a masticar estrellas
para que este dolor de estómago sea cierto.
La verdad es que duele en los nervios
todo el cuerpo, esta noche, hasta los tuétanos.
En la casa contigua
grita una mujer las glorias de la Biblia
y no conoce a Dios.
Su voz huele a vinagre, a aceite de ricino,
y Dios no huele a eso.
Entre mil olores reconocería el suyo.
Algo que no digiero me ha hecho daño esta tarde.
He visto a otros más humildes que yo.
No quiero reconocerme en ellos.
De tanto huir se me han caído las palabras
hasta el fondo del miedo:
no salen, rebotan dentro como canicas, suenan sordas.
Sin querer, me doy cuenta que me he quedado en la ruina.
Me falta lo mejor antes de irme: el Amor.
Y es tarde para alcanzarlo,
y me resulta falso decir:
—Señor, apóyame en tu corazón
que tengo ganas de morir madura.
Nadie madura sin el fruto.
El fruto es lo vivido y no lo tengo:
lo busco ya tarde,
entre la soledad ruidosa de las gentes
o en el amor que intento, y doy, y espero,
y que no llega.
Enriqueta Ochoa
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