domingo, 25 de octubre de 2015

"Qué es lo vivido" de Dolores Castro


I
¿Qué es lo vivido,
en qué poro ha quedado
o en qué ráfaga?

Puente a la oscuridad
o la pendiente veloz
de una sonrisa
que se apaga,
pero también calor
en medio de la sombra,
acomodo
de criaturas que buscan suavemente
su modo de dormir
mientras una ventana
se va cerrando hacia el oriente
y la luz de la tarde
se unta silenciosa.


Todo está bien:
no mintieron los rostros de las cosas,
sólo sabían brillar
en su secreta forma de caer,
sólo sabían decir:
es así, así es,
mientras acrecentaban su caída,
se hacían ovillo,
y en su acomodo hablaban en voz baja
de lo que hubieran querido ser.


Bajo la forma gris de las cenizas
cuántos tonos de rojo,
cuántas lenguas
se quieren desatar
para arder;
cuántas columnas de aire
que gozaron de peso y consistencia
en su día,
sostienen el papel
de seda
para envolver
fantasmas,
que aún tosen suavemente
para no
desaparecer.


II
Nadie diría hacia dónde ni en qué forma.
Nadie ha vuelto. ¿Dónde lanzar la vista,
ciega como lo blanco de los ojos?
Nadie diría hacia dónde ni en qué forma.
Las alas no han nacido. El chasquido de las horas
estremece las sombras y el descanso.
Las madejas de seda del entorno
sólo anuncian lo oscuro:
silencios de crisálida, ciegos y amortiguados.
Es la ronda nocturna, el revolverse sobre el mismo cuerpo
que no tiene respuestas:
las rosadas encías del anciano
ya no pueden morder verdades ácidas
pero en el sueño, pero en la seda y su amortiguadura
los golpes de la vida
pierden brutalidad.

Hay sol, rondan despacio
los astros invisibles.
Atendiendo a los ruidos, hay calor allá afuera.
Como los corazones recién arrebatados a las víctimas
palpita el deseo de vivir,
tórtola gris aún en movimiento
que picotea cenizas en aceras de sueño.
Dar y tomar la vida cada día,
devorar copos ácidos y aún tibios
ahogar los alaridos
transformarlos en tímida
palabra cotidiana.
No atravesar el cielo
para encontrar promesas y dádivas.
Habitar el rincón,
bajo techo, iluminado
con luz artificial:
y gritar y gritar, gritar por dentro
hasta romper el techo y las paredes
y la muralla del pecho
para formar esta hilera de palabras.

III
¿En dónde está mi sueño
y el pausado resuello de mi pecho?

No se mueve la música
ni avanza entre las olas luminosas.

Se destiemplan los dientes
al morder este fruto de la tierra extranjera.
Fruto de ningún árbol,
de lugar sin perfil.

¿En dónde está mi amor?
¡Aquí, aquí! En medio del no ahora
pero sí.

IV
Es el mar
que regresa después de huir mil veces.
Son los días y su paso de langosta
que devora el silencio.
Es el mar y los días:

Son las horas de paso redoblado
y las noches fugaces
con sus lunas que crecen y decrecen.
Es el sol cotidiano y sus fulgores;
el cielo de la noche,
donde asoman sus ojos centenarios
muchas estrellas frías.

Soy yo
con una caja resonante
donde guardo preguntas.

V
Es de tarde, la sombra se extiende:
los altos edificios, jaulas de oro,
se levantan al paso: el autobús
sortea un chirrido de frenos y el obstáculo.
Apenas veo. Vamos de pie, y cada uno a solas
en esta multitud.

El camionero hace malabarismos,
cobra el pasaje, pide: ¡Pasen al fondo!
¿Al fondo de qué?
de sus diez horas de trabajo,
mientras bajan y suben las hormigas.
Allá, en las jaulas de oro, los burócratas
del turno vespertino
van tras el humo de sus cigarrillos
fuera de las ventanas.
Ha pasado la hora del café, y del último chiste
subido de color.
Los pálidos del ocio
también miran
caer la tarde, mientras todos
nos preguntamos: ¿por qué y para qué?

VI
Era la ira su forma de ser muerte
y la vida con ella
loco juego de sangre:
el trato humano choque de sombras
estruendo de materias divididas.

La muda ostentación de los instintos,
el acechar,
y el comprar y vender,
vender, venderse,
acción de cada día.

Era la muerte su escudo y su lanza,
la sombra de su color,
y la terrosa ilusión de ser hombres
su condición.


VII
La filiación en Dios
no se reconocía:
Y cómo en ese tráfico de aceros,
inmisericordes
en el roce con sus semejantes:
ensamblados
como ruedas dentadas de una máquina
enloquecida.

Las ruedas duermen sobre sus órbitas:
silban sin sueños mientras giran
los días y las noches dentro del tórax
sin alterar el ritmo de la sangre
sin despertar a un solo
corazón amante.


VIII
Es verdad que se aloja en alguna parte,
en la más recóndita, resguardada de aires y de olvidos.
No sé delimitarlo,
sólo sentirlo:

En el sobresaltado sueño está presente:
en lo negro del párpado cerrado
y en mi futuro cierto.

Un delgado cabello la separa del placer
y consume
como cucharadita de nieve
cualquier excelsitud en su cumbre más alta.

¿Quién se atreve con ella?
Sólo el amor hasta el último aliento.
Sólo el amor su resta sobrepasa.



IX
No es una sola muerte,
es la muerte con mil
máscaras distintas:

a la vuelta del día,
en lo mejor de la noche,
a la mitad de la vida.
Mi mano tiene muerte,
el polvo de sus alas entre mis dedos
me recuerda que está viva.

No hay hilo que conduzca a la salida
del laberinto.

Al compás de nuestros pasos
arrastramos
cadenas de necesidad

¿Qué nos queda?

Volver sobre lo mismo,
o en el profundo sueño
de hormigas aferradas
a la naranja
que se traslada y gira,
penetrar al único hechizo de cada noche
y al prodigio de cada día,
despertar.


Esto de separar los tiempos, las distancias
o dividirlos:

¿En dónde está esa tarde?
Cielo lluvioso contemplado
desde el ablandamiento del alma
desde el temblor del cuerpo que recibe
el peso doloroso
de la felicidad.

El brillo de las gotas de lluvia
no más intenso que las miradas
ni menos húmedo
ni mejor.

Aquella tarde no se encuentra
en el corazón,
sino en la hondura
más honda que la carne,
la distancia o el tiempo.
Tarde que nunca
anochecerá.

Si se pudiera esta noche
con el aliento deshacer el frío,
a dentelladas romper el hielo:

Desterrar el invierno.
Si se pudiera
dentro y fuera de sí vencer el caos,
encender la música
hasta incendiar el cielo
en un desesperado intento
de amar.

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