miércoles, 21 de octubre de 2015

Tres poemas de Miguel Guardia




NO HAY ENGAÑO

Es fácil, a ratos, creer que cuanto me rodea
permanecerá inmutable conmigo:
seres, cosas, pequeños hechos cotidianos
sobre los que he levantado la certeza
de estar viviendo;
y todo llega a ser, entonces, tan hermoso.

Pero la verdad se desliza traidoramente,
como un soplo de aire frío bajo las ropas;
pero la verdad es que el tiempo me derrumba
y que se hace imposible cualquier engaño:
basta recordarla para percibir claramente
que una pequeña luz se me apaga en los ojos,
y que me llega el inconsolable deseo de quedarme quieto
hasta que todo haya acontecido.

Porque es un hecho triste y necesario
contra el que nada vale amurallar el corazón.




PARA DECIR ADIÓS

I

Cuando el corazón está haciéndose pedazos;
cuando nos morimos un poco más de prisa cada día,
porque a cada día nos olvidan un poco más;
porque hemos dejado de ser algo importante
a los ojos de alguien, para quien, alguna vez,
lo fuimos todo.

Cuando sabemos que eso ya no tiene remedio,
y cuando al estar solos, y a oscuras, nos llega siempre
el sentimiento de la muerte; o cuando nos miran
y pueden creer aún que estamos en paz
porque no conocen nuestros pensamientos.

Como, por ejemplo, ahora.

Regresan a nosotros, como si supieran
que nos es necesario un poco de consuelo:
las viejas y queridas palabras ya olvidadas
-y la vieja soledad y la amargura antigua-
y la vieja poesía que tantas veces detuvo
la caída del mundo sobre nuestros hombros.


II

(¿Por qué tuve que esperar a que se fuera
para soñar con ella?)

¿Por qué nunca aprenderemos
que el sufrimiento empieza al otro día,
y que el castigo de pronunciar ciertas palabras
es una muerte lenta, perpetua, inexorable…

(para llorar por ella)

…porque también las palabras pueden asesinar,
y porque adiós es una palabra vengativa
y porque yo la he pronunciado?
(para llorar por ella)


III

Sólo pude otorgar el sufrimiento,
no la luz, no la paz, no la alegría
del buen amor, ni la esperanza pude.

Las manos cuelgan a los lados, ahora,
como pañuelos estrujados y llenos de lágrimas,
o como dos animales atemorizados.

(¿Por qué le dije adiós?)

¿De qué escribe un poeta
cuando vuelve a sentirse solo y se le cierra el mundo,
cuando le nace el miedo a tanta soledad?

(Que no me diga adiós. No con las manos
que el canto del amor adormeciera;
ni con los ojos apagados diga
adiós a mi ternura; que no sea
su voz la que pronuncie la palabra
que todo lo aniquila, ni florezca
la turbia flor de la nostalgia encima
de la que cultivaba mi tristeza).


IV

Yo no puedo hablar ahora de otros hombres que sufren,
de tantos crímenes cometidos a todas horas
y cuyo solo nombre es manantial del terror.
¿Cómo pensar en el dolor que me rodea
si yo mismo no soy más que una agua quebradiza,
una sombría soledad,
una tristeza amarga doliéndose y llorando?


V

(Que no me diga nunca la palabra
donde el olvido interminable acecha).



SONATA


I
Nadie puede cambiar súbitamente su existencia,
dejar de asistir a su sitio predilecto
y abandonar los objetos que siempre lo han rodeado;
apartarse de las gentes con las que a diario charla
o descubrir que hace tiempo que sus palabras
están delgadas y luidas.
Porque sucede que, a fuerza de hacer siempre lo mismo,
la risa, el odio, el llanto, la tristeza
desaparecen bajo una gruesa capa de polvo;
y objetos y palabras y gentes y lugares
se desvanecen como el color de una tela
que estuvo mucho tiempo bajo los rayos del sol.
Pero un día, de pronto, algo nos golpea
como una piedra en la mitad del pecho
y en el cerebro y en la boca del estómago,
de tal manera que sólo acertamos a mirar
-un instante que luego habrá de parecer eterno-,
estúpidamente un punto en el espacio:
así nos toman las palabras por sorpresa.
Llegan, corren, irrumpen desbaratando todo aquello
que levantábamos entonces para estar tranquilos,
inesperadas. Y tan amadas y tan temidas
como los hijos que nunca hemos dejado nacer
y que toman la vida, sin que sepamos cómo,
de nuestros más queridos y abandonados sueños.
Yo sé que nadie, nunca, ha podido hacerlas callar
cuando vienen a desquitarse del olvido.
Son feroces y crueles enemigas
que golpean hasta sentir los brazos insensibles;
que nos gritan –hasta que se nos llenan los oídos
de angustia y de amargura y de arrepentimiento-,
todo lo que nunca debimos olvidar
sino como la última muerte, verdadera.

II

Y como quien vuelve de un profundo desmayo
y abre despacio los ojos adoloridos;
o como quien sale de una larga convalecencia
y tiene que recuperar sus fuerzas poco a poco,
empezamos a comprender, bajo el implacable
golpeteo de las palabras que renacen:
sólo hemos vivido una interminable mentira
parapetados detrás de frases vacías,
de falsas y soberbias actitudes
con las que hemos pretendido conservar la apariencia
de una vida plena, fructífera y equilibrada;
hemos dejado que la poesía cotidiana pase,
como si no fuera un huracán lleno de ira,
sin permitir que nos agite ni un cabello,
y sin dejar que deje en nuestras ropas
ni una brizna de polvo, ni una gota de lluvia,
ni un pedazo de pétalo pudriéndose.

III

Empezamos a comprender:
que amor no es solamente apego a una costumbre,
deseos de acariciar una piel suave o de sentir
que hay alguien que nos acompaña para siempre;
sino también la necesidad imperiosa
de ver por todos los demás, y de tender la mano
para ofrecer el pan y la esperanza.
Y que la libertad no puede seguir siendo
nuestro derecho a ser indiferentes.
Que hemos vivido culpablemente limpios.


Que patria no significan el lugar en que reposan
nuestros mayores, ni el sórdido fragmento de tierra
en que hemos asentado una mesa y un lecho;
que la patria es una ola de miseria y de llanto,
un alarido abierto, un borbotón de sangre,
una oscura corriente sin camino.

Que es necesario arrancarnos el corazón,
limpiarlo de telarañas y lavarlo y bruñirlo
y empuñarlo, como una espada vengativa.
Y no dormir de noche ni de día.
Y ya no hablar con voz pausada y tolerante
sino a gritos y a golpes de amargura.

Y que vamos a llenarnos de horror hasta los codos.

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