Me pregunto
por qué este arar poemas
con tanta falta que hace arar
–con idéntico amor, con igual entusiasmo– en las capueras.
¿Quizá porque me nutro de los frutos
de esta siembra?
En realidad no importa
ignorar la respuesta
mientras haya quien pueda alimentarse
de la cosecha.
Igual que en las capueras, 1989.
¿CREES EN LA POESÍA DISFRAZADA DE LUZ…?
¿Crees en la poesía disfrazada de luz,
de primavera, flores sin espinas
que desde un pedestal –mármol o lodo–
nos recrimina?
No contestes aún, hermano. Escúchame:
Yo creo en la poesía
que al mostrarnos la luz,
con ella nos envuelve e ilumina;
la que de los crepúsculos y sombras
jamás se olvida;
la que en flores y aromas nos embriaga,
y nos pincha.
Creo
en el supremo don de la poesía
que nace sin amarras y sin ídolos;
que llama a nuestra puerta como una leal amiga,
que entra en nuestro hogar,
se sienta a nuestro lado en cualquier silla
a compartir el pan
que nos legó el afán de cada día
si queda aún; si no,
se hace pan ella misma.
Creo
en esa poesía
que vive con nosotros y dialoga
con palabras excelsas o sencillas:
poesía que consuela,
poesía que alimenta y acaricia,
poesía que sacude y acompaña
en la desesperanza o la alegría.
Creo, por sobre todo, en la palabra
que guarda entre sus sílabas
lo que no por razones idiomáticas
obligatoriamente se mutila.
Sí. Creo desde hace tiempo
en la entrelínea
–la que, para nosotros, de la muerte
arranca, y nos lo entrega, un retazo de vida–.
Ahora que me entiendes puedo oírte:
Hermano: ¿Crees en la poesía?
¿Crees en la poesía disfrazada de luz,
de primavera, flores sin espinas
que desde un pedestal –mármol o lodo–
nos recrimina?
No contestes aún, hermano. Escúchame:
Yo creo en la poesía
que al mostrarnos la luz,
con ella nos envuelve e ilumina;
la que de los crepúsculos y sombras
jamás se olvida;
la que en flores y aromas nos embriaga,
y nos pincha.
Creo
en el supremo don de la poesía
que nace sin amarras y sin ídolos;
que llama a nuestra puerta como una leal amiga,
que entra en nuestro hogar,
se sienta a nuestro lado en cualquier silla
a compartir el pan
que nos legó el afán de cada día
si queda aún; si no,
se hace pan ella misma.
Creo
en esa poesía
que vive con nosotros y dialoga
con palabras excelsas o sencillas:
poesía que consuela,
poesía que alimenta y acaricia,
poesía que sacude y acompaña
en la desesperanza o la alegría.
Creo, por sobre todo, en la palabra
que guarda entre sus sílabas
lo que no por razones idiomáticas
obligatoriamente se mutila.
Sí. Creo desde hace tiempo
en la entrelínea
–la que, para nosotros, de la muerte
arranca, y nos lo entrega, un retazo de vida–.
Ahora que me entiendes puedo oírte:
Hermano: ¿Crees en la poesía?
Igual que en las capueras, 1989.
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